Sigue el viaje del velero Piropo, con sus tripulantes Dani y Sandra, en su pretendido deseo de dar la vuelta al mundo por los trópicos.

INDONESIA I. ISLA DE TIMOR. Del 6 al 10 de octubre de 2015.

 

    Acabábamos de llegar a Indonesia. Después de Europa, África, América y Oceanía, estábamos en un nuevo continente: Asia. 

    La primera impresión no era agradable sin embargo. La misma tarde de la llegada la habíamos pasado observando la costa desde nuestro lugar de fondeo y sólo se veían edificios de mala calidad agolpados al borde del mar. Algunos, incluso, parecían colgados sobre el agua. Casi todos eran fabricados de cemento y sin muchos criterios estéticos. Frente al fondeo, la costa no daba descanso. Por todos lados se veían casas y casas y comenzamos a entender como se vivía en un país superpoblado con más de 250 millones de habitantes. Sólo la ciudad de Kupang, frente a la que estábamos, una pequeña capital de una isla remota del país, tenía más de 400.000 habitantes. El toque exótico lo daban decenas de barquitos de madera de pescadores, que fondeados no lejos del Piropo, se agitaban entre las olas de igual forma que lo hacíamos nosotros en el desapacible fondeo. El agua sobre la que flotábamos no se parecía ya en nada a las transparentes aguas del océano Pacífico. Eran turbias y de tonos marrones. Aquí habría que disfrutar de otras cosas pero no de los buceos en aguas cristalinas. 

    El 7 de octubre nos levantamos por la mañana con una prioridad: contactar con Mr. Napa, el agente que debía gestionarnos los farragosos papeleos de entrada en Indonesia. Ya teníamos los visados obtenidos en la embajada indonesia de Fiyi, pero aún había que cumplimentar muchos más papeles. Durante la tarde anterior habíamos intentando contactar con nuestro agente mediante el VHF de la radio, ya que según él siempre estaba a la escucha, pero ante el resultado negativo decidimos desembarcar para buscar un teléfono. Antes, no obstante, pasamos a preguntar a uno de los dos barcos australianos que había fondeados cerca de nosotros y por fortuna encontramos allí a nuestro agente. Precisamente, estaba llegando subido en una rudimentaria barca de remos de madera. 

    En el velero australiano conocimos a su capitán, Peter, un hombre mayor de 70 años que había llegado al país acompañado de otro tripulante australiano. Habían perdido el auxiliar en la travesía y nosotros, sin ninguna molestia, les hicimos de “barqueros” los días que compartimos lugar de fondeo. Este capitán australiano era muy entrañable, había tenido un par de granjas de vacas en Australia y ahora disfrutaba de su jubilación viajando de vez en cuando en velero a Indonesia con tripulantes voluntarios. Ahora iba con un excombatiente australiano que había estado en Irak y Afganistán y que, al parecer, de estas experiencias había quedado algo tocado mentalmente. Tan era así que estaba oficialmente incapacitado para trabajar. Según nos comentó el capitán, cuando había alguna situación un poco tensa por la navegación, el tripulante reaccionaba muy agresivamente y el pobre capitán australiano estaba un poco asustado. Por suerte para él, el tripulante australiano ya se bajaba del velero en Kupang. 

    Desembarcamos acompañados de Mr. Napa en la larga playa de Kupang sin ningún problema porque a esas horas tempranas de la mañana, el día estaba todavía tranquilo de olas. Al ser tan pronto, el viento térmico no se había establecido y no se habían empezado a formar las enormes olas que habíamos visto el día anterior al llegar y que nos estuvieron meneando en el fondeo hasta las 12 de la noche. Con el oleaje del día anterior, hubiera sido casi imposible desembarcar en la playa. Quizá en plena estación de monzones, cuando el viento soplaba de forma estable desde tierra sin importarle los cambios de temperatura del agua, el lugar estaba más refugiado, pero en el mes en el que estábamos, de transición entre monzones, el térmico era el viento habitual. Con este tipo de viento, la playa de Kupang era muy incómoda para desembarcar ya que, si el viento había soplado ese día, las olas se formaban con un buen tamaño. 

    Tan peligroso se ponía el lugar de fondeo con el viento térmico que, al respecto, el capitán australiano nos recomendó que echáramos dos anclas para asegurar al Piropo. Agradecimos su consejo, pero decidimos no hacerlo porque consideramos que con los 60 metros de cadena en buen estado que teníamos, para 8 metros de profundidad sobre arena, era más que suficiente para que el barco aguantase. Además, la tarde anterior, ya habíamos tenido muchísimo meneo y ya habíamos comprobado que el Piropo no se había movido del sitio. De todas formas, en tierra no nos sentimos tranquilos y siempre que podíamos, nos asomábamos al mar para ver si veíamos a nuestro velerito flotar tranquilamente. 

    Ya en tierra, empezamos a tomar contacto con Indonesia.  No era un lugar muy hermoso, pero si exótico. En la playa, había mucha basura, pollos, patos, casas de ladrillos al borde del mar, barcas de pesca subidas en la arena y mucha gente por todos lados, que muy sonrientes, no paraban de decirte “Hello Mister”. También existía la posibilidad de encontrarse con interesante fauna local según vimos en un letrero advirtiendo del peligro. Al parecer, transitaban por la zona cocodrilos marinos. Estupendo, pensamos. Esos animales, que podían alcanzar los 6 o 7 metros, eran uno de los animales más peligrosos del reino animal. La mala fama la tienen los tiburones, pero los cocodrilos eran muchísimo más peligrosos. Preguntamos al respecto algo preocupados y nos tranquilizaron diciendo que era rarísimo que hubiera alguno por allí porque los cocodrilos preferían otros sitios más tranquilos y pantanosos. 

    Dejamos el auxiliar bajo el cuidado del barquero de Mr. Napa que vivía allí mismo en la playa. Este hombre, aunque le faltaba una pierna, empujaba y manejaba las barcas con muchísima soltura, incluso la suya, de madera y que pesaba un quintal. Seguimos entonces a Mr. Napa, recorriendo una calle en pendiente, estrecha y rodeada de casas rudimentarias. Por allí, llegamos a la calle principal que era más amplia y relativamente asfaltada. Por ella discurría un denso tráfico formado especialmente de muchísimas motos de corta cilindrada y “bemos”, las furgonetillas diminutas que servían de transporte local. Todo el mundo nos miraba con indisimulada curiosidad, nos sonreían y nos seguían saludando de la típica forma que lo hacían localmente a los turistas: Hello Mister. La curiosidad era tan indisimulada que algunos nos hicieron fotos con sus teléfonos móviles que como en todo el mundo ya, estaban por todas partes. Por la calle se solía ver los escupitajos de la gente que mascaba betel, esa especie de droga que se mastica y que te deja la boca roja como si estuvieras masticando un corazón. La verdad era que daba mucho asco, aunque afortunadamente, según nuestra impresión, era una costumbre que se iba perdiendo ya que sólo la solían tomar la gente de más edad. 

    Timor, por su pasado colonial portugués, tenía muy poca población musulmana y más del 50 por cien de la población era cristiana. Aún así, no faltaban las mujeres con la cabeza bien tapada. En el resto del país, la densidad de musulmanes era mucho mayor, y es que Indonesia es el país con más musulmanes del mundo. Pese a esto, no es un país oficialmente islámico y se dice, no sabemos si es cierto, que es el país musulmán en el que se vive con más tranquilidad y aperturismo en cuanto a temas religiosos. Lo que sí observamos, en los lugares en los que estuvimos, es que se estaban construyendo por todos lados mezquitas nuevas de grandes dimensiones. No supimos si ello se debía a un mayor fervor religioso o a un mayor nivel económico.

    Para cumplimentar los papeleos de entrada, Mr. Napa nos llevó a un pequeño y próximo hostal de mochileros llamado Lavalon Seaview Hostel. El lugar era tranquilo y agradable y se podía pasar un rato con vistas al mar, tomando algo y con buena señal de wifi. Firmamos papeles y papeles, aunque tendríamos que esperar al día siguiente para recibir los papeles definitivos que legalizaban nuestra estancia en el país.

    De allí, nos dirigimos a buscar un médico ginecólogo. Las pistas que habíamos recibido en nuestra larga y última travesía nos daban lugar a dudas, pero queríamos confirmarlo. Localizamos una consulta pequeña con varios profesionales privados y allí, el médico, entre pequeñas bromas intentando decir cosas en español, confirmó que no nos habíamos equivocado: ¡¡Sandra estaba embarazada!! Además, todo parecía estar aparentemente bien. Estábamos contentísimos porque con el cáncer que había sufrido Sandra en 2013, pensábamos que nuestro deseo de embarazarnos sería mucho más difícil. Nada más lejos de la realidad y nuestro futuro bebé estaba allí, una lentejita flotando tan pancho en su líquido amniótico.

     Teníamos muchas ganas de darles las buenas noticias a nuestras familias y regresamos al hostal de mochileros para contactar con la familia a través de internet. De allí fuimos a comer al Teddy’s Bar, un lugar conocido entre los navegantes y que era el típico sitio para turistas que, además, era carísimo, asemejándose los precios a los de España. Lo bueno fue que pudimos disfrutar de uno de los platos más típicos de la zona: los calamares.

     Por la tarde la dedicamos a hacer algunas compras en las tiendas locales, sobretodo de comestibles, aunque también compramos una tarjeta SIM local para tener internet. Nos sorprendió mucho que algunas de las chicas locales se maquillaran la cara con polvos de color blanco, aunque lo que realmente nos sorprendió, y también nos repugnó un poco la verdad, fue la costumbre de algunos hombres de dejarse la uña del meñique muy muy larga. Nos distrajimos mucho paseando por las calles observando las muchísimas tiendas donde se vendían todo tipo de productos y entre ellos, muchísimas camisetas de fútbol no originales. La camiseta de fútbol era la prenda favorita de los jóvenes y las más copiadas, sin duda, era la del Barça y la del Madrid. Mucho no pudimos caminar ya que cada dos por tres la gente nos paraba y se ponía a charlar con nosotros. Normalmente los indonesios no hablaban inglés, pero los que lo hablaban les encantaba practicarlo.

     Al día siguiente desembarcamos en la playa para finalizar los papeleos. Mr Napa nos esperaba con un policía uniformado en la playa. El hombre no debió de tener ganas de subirse en nuestro raquítico auxiliar y decidió cumplimentar los papeleos que aún quedaban en la propia playa. Así, rodeados de pollos y patos, en cuclillas y apoyados en el borde de una barca de madera firmamos los últimos papeles. El policía, muy joven pero muy serio, nos pidió hacerse una foto con nosotros. Al principio se puso muy marcial, pero poco a poco, dejó salir una sonrisa.

     El día lo pasamos paseando por la ciudad. No compramos gran cosa, pero de los primeros contactos con los comerciantes, sobre todo con los callejeros y los de los mercados, empezamos a intuir que Indonesia no se diferenciaba mucho de otros países musulmanes en los que habíamos estado en el aspecto de que les encantaba el regateo y el tener que pelear cada precio. La cultura de los primeros comerciantes árabes se había extendido por todo el mundo musulmán. A ellos les debía encantar, pero a nosotros nos aburría sobremanera, sobre todo si eran productos de primera necesidad y teníamos que comprar muchas cosas el mismo día. Por fortuna, la gente era amable y en un bemo al que nos subimos, unas escolares nos chivaron el verdadero precio y de esta forma, fuimos aprendiendo. El viaje en el bemo fue un poco claustrofóbico. Diminuta como era la furgoneta, sin ventanas, íbamos agolpados en su interior un montón de pasajeros soportando una música atronadora que salía de los altavoces. No era relajante, pero era la forma habitual de moverse la gente local que no disponía de transporte propio. Con el bemo fuimos a un gran centro comercial que acababan de inaugurar en las afueras de la ciudad y que todo el mundo nos recomendaba orgullosos. Quisimos verlo para ver como era también la modernidad local y descubrimos que era igualito al que puedes ver en cualquier parte del mundo excepto alguna peculiaridad local. En el supermercado, por ejemplo, había frutas que para nosotros eran exóticas como la originaria de México llamada dragón o pitaya, y nos sorprendió mucho también el enorme pasillo dedicado exclusivamente a las salsas picantes.

    Para comer fuimos a un sitio local de la ciudad. La comida nos salió por 1,80 euros por persona. Esos ya comenzaban a ser los precios que nos imaginábamos de la comida Indonesia.

    El viernes día 9 desembarcamos con muchas dificultades en la playa, más si cabe que los días anteriores. Una ola rota de grandes dimensiones nos arrastró y nos depositó en la playa a gran velocidad. Afortunadamente, los auxiliares inflables están muy bien diseñados y además de ser muy estables, se apopan a las olas y se deslizan con las olas como si fueran una tabla de surf. Lo malo fue que la hélice no la pudimos levantar lo suficientemente rápido y tocó un poco el suelo. Las consecuencias las tendríamos más tarde.

     Ese día, además de pasear un poco más por la ciudad, nos pasamos buena parte de la tarde charlando con la familia por internet. Contamos la buena noticia del embarazo de Sandra al resto de familiares y que después de tantas millas, ya estábamos en Indonesia sin ningún problema. Todos se alegraron mucho y casi todos nos aconsejaron lo mismo: que Sandra se cuidase y que estuviese tranquila. Lamentablemente, al poco, no pudimos seguir el consejo. Con tanta llamada y felicitación se nos hizo de noche. Al llegar a la playa nos llevamos una desagradable sorpresa: no nos habíamos dado cuenta y durante toda la tarde, el viento térmico había soplado con fuerza. Las olas, que ya eran grandes por la mañana, se habían convertido en bastante enormes e iba a ser muy difícil salir con el auxiliar de la playa. Esperamos a que viniera una tanda de olas pequeñas y en cuanto lo vimos medio claro, nos metimos rápidamente en el agua, el capitán australiano de 70 años y nosotros. Dani encendió el motor, pero la hélice no giró bien y parecía como si resbalase su conexión con el motor. El golpecito de la mañana había tenido su efecto. De esta forma, la barca se arrastró por la zona de rompientes a poquísima velocidad hasta que la hélice no empujó más y patinó del todo. A duras penas pudimos cogernos a un cabo de los muchos que había perpendiculares a la playa y que servían para amarrar las múltiples barcas de pesca. Afortunadamente, estábamos justo fuera de la zona de rompientes o al menos, eso creíamos. Mientras el veterano capitán australiano se cogía como podía al cabo e intentaba aguantar los tirones que nos daban las olas, Dani revisó la hélice a ver que le pasaba. Entonces oímos un grito de aviso desde la playa. ¡¡Big Wave!! Alzamos la mirada y vimos una ola enorme que, sin remedio, iba a romper frente a nosotros. Dani sustituyó rápidamente al capitán australiano sujetando el cabo, ya que a él se le veía con muchas dificultades, y con todas sus fuerzas, se preparó para el tirón que íbamos a sufrir al poco. La verdad era que todos ya nos imaginábamos revolcados hasta la playa. La espuma cayó sobre nosotros, pero pudimos soportar el tirón y la ola paso por encima nuestro sin arrastrarnos. Habíamos aguantado, pero no podíamos esperar a que llegara otra ola. Dani trato de encender el motor con éxito y aunque la hélice seguía sin avanzar con normalidad, algo de tracción sí que aportó. Arrastrándonos de esta forma fuimos avanzando pasando las pronunciadas olas sin que, por suerte, viniera ya ninguna tan grande que rompiera pronto. Sufríamos mientras tanto, pensando en la posibilidad de que el motor se parase de nuevo, pero pudimos llegar al barco australiano para dejar a Peter, el capitán. Había que llegar ahora al Piropo. En una noche oscura, con tantas lucecitas en la costa, la tenue luz de fondeo automática del barco no se veía nada. Avanzamos sin ver muy bien a dónde íbamos un poco por intuición. Finalmente, tapando las luces de la costa, vimos una silueta familiar. Habíamos llegado a nuestra “casita”. Nos cogimos al barco en cuanto pudimos no fuera que la hélice dejara de funcionar en ese momento, y agradecimos no encontrarnos con ningún cocodrilo a esas horas. Sandra podría descansar a partir de entonces siguiendo los consejos recibidos por nuestros familiares.

    Al día siguiente Dani desmontó la hélice y vio lo que le había pasado al motor. No lo sabía hasta ahora, pero la hélice del motor fueraborda contaba con una barrita de hierro que actuaba como fusible si la hélice recibía un golpe. Si se rompía, aunque el motor seguía funcionando, la hélice no giraba. El día anterior debía estar cogida a duras penas y por eso giraba poco y cuando quería. Limando un tornillo consiguió un recambió que ajustaba y una vez montado todo, se dio cuenta de que tenía recambios disponibles colgados del propio mando del motor. Puso uno de los recambios originales porque tendrían una dureza más adecuada y dejó el motor preparado para posibles avatares futuros.

    La verdad es que si teníamos alguna duda de si quedarnos más o no en la isla, el mal fondeo en el que se convertía Kupang durante ese mes de transición entre monzones nos decidió a partir. Esperamos entonces la llegada de Mr. Napa que nos iba a traer un bidón de gasoil y nos despedimos de él. Con el dingui reparado nos acercamos al barco australiano para despedirnos a su vez de Peter. Ya no nos quedaba más por hacer en Timor. Hubiera sido bonito visitar Timor Oriental, pero hubiéramos necesitado un par de días en autobús dejando el barco mal fondeado allí. Además, muchas millas aún nos quedaban por recorrer porque queríamos llegar por Navidades a Malasia.

    Nuestra siguiente parada sería el Parque Nacional Komodo, en las islas de Rinca y Komodo. Teníamos muchísimas ganas de ver sus famosos dragones, los más grandes del mundo. En nuestra siguiente entrada os contaremos como nos fue.

 ¡Hasta la próxima!

 

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