Sigue el viaje del velero Piropo, con sus tripulantes Dani y Sandra, en su pretendido deseo de dar la vuelta al mundo por los trópicos.

VANUATU II (Isla de Malekula e isla de Wala). Del 24 de agosto al 1 de septiembre de 2015.

 

   Seguimos navegando por Vanuatu. Nuestro siguiente destino fue la próxima isla de Malekula, a la que llegamos en una corta, cómoda y soleada travesía. Optamos por recalar en primer lugar en Port Sandwich, una profunda bahía al sur de la isla en el waypoint aproximado 016 26.30 S 167 47.03 E. Esta bahía era muy resguardada pero tenía su parte negativa: el fondo estaba muy profundo y aunque fondeamos muy cerca de la costa, el ancla estaba a 14 metros. Casi pegado a nuestro lugar de fondeo existía un destartalado muelle construido en la II Guerra Mundial y que no era el único resto de esa guerra que había por allí. En la playa había también los restos de los motores de los aviones que amerizaban de emergencia en ese lugar. Era lo único de los aparatos accidentados que, por pesados, los lugareños no pudieron en su día transportar y utilizar para otra cosa.

   La bahía, rodeada de vegetación, era muy hermosa, aunque un par de potenciales peligros no la hacían tan agradable. Uno era la presencia abundante de malaria en la isla y en especial en las zonas costeras con sus abundantes manglares. El segundo era que en esa bahía en concreto se recomendaba no bañarse porque se habían conocido diversos ataques de tiburones. Preguntamos al respecto a los locales y nos dijeron que ello era debido a que allí siempre se había limpiado el pescado y los tiburones andaban un poco confundidos.

   Antes de oscurecer, nos entretuvimos observando alguna canoa regresando desde el otro lado de la bahía. Las canoas eran como las polinesias, de madera, con un brazo-patín en un lado e impulsadas por un solo remo muy similar. A veces aquí las impulsaban además con el viento ayudadas con una hoja de palmera a modo de vela.

   Esa noche, no estuvimos solos en el fondeo. Un destartaladísimo y pequeño barco de cabotaje local, se amarró en el muelle, que parecía inservible, para recoger una mercancía de copra. La copra era una de las pocas fuentes de ingresos de la gente local, ya que la mayoría de la población en Vanuatu vivía de la economía de subsistencia, cultivando sus huertos, pescando o cazando. Sin embargo, también se necesitaba algo de dinero y por ello recolectaban este fruto. Nos comentaron que siempre se sabía si alguien necesitaba algo más de dinero por el tiempo que dedicaba a recoger ese fruto, lo que demostraba cómo la gente vivía totalmente al día.

   Al día siguiente desembarcamos en la playa. El muelle estaba repleto de sacos de copra que iban cargando en el pequeño barco de cabotaje que aún seguía allí. Los hombres, casi todos jóvenes, saludaban con alegría  y cuando veían que hacíamos alguna foto, posaban como haciendo el tonto. En el lugar había unas pocas chozas de gente que vivía allí. Comenzamos entonces a andar por el camino de tierra hacia Lamap, un pueblo que sabíamos que había cerca. Por el camino nos cruzábamos con alguna señora mayor que se interesaba en saber a dónde íbamos e indicarnos, aunque eso sí, la indicación nos la daba hablando en bislama, del que no entendíamos absolutamente nada. Más adelante, nos paramos a ver un par de cerditos casi recién nacidos muy bonitos y confiados. Unas niñas minúsculas, de unos cinco años, pasaron y nos saludaron. Comían pescado para desayunar envuelto en una hoja de planta. Unos cantos de ave nos llamaron la atención y vimos que eran unos loritos rojos y verdes. Había muchísimos en los cocoteros. Todo era muy sorprendente; gente que pasaba cargadas de cosas del huerto recién cogidas, otros con machetes que iban a su huerto, otros arreglando su jardín, y todos ellos saludando simpatiquísimos y con la sonrisa en la cara.  También había muchos animales domésticos que campaban a sus anchas como cerdos y gallinas con sus muchos polluelos. Era como pasear en otra época, y ayudaba especialmente a crear esa sensación el ver que todas las casas estaban construidas de materiales vegetales, con paredes de bambú y techos de palmera entrelazada.

   Llegamos finalmente a Lamap, que era un gran pueblo pero con sus casas igualmente de materiales vegetales. No obstante alguna vivienda podía verse ya construida de cemento. Sin duda serían más resistentes pero para nuestro gusto eran mucho más feas. Al acercarnos a unas pequeñas construcciones de cemento cerca de los colegios de la Misión Católica, un señor nos empezó a hablar en francés, la lengua cooficial usada en ese pueblo aparte del bislama y la lengua local. Nos informó que ese día era de luto y que nadie trabajaba en el pueblo. Precisamente, en unos pocos minutos, iba a llegar desde Port Vila el fallecido y comenzaría en la iglesia la ceremonia. Nos invitó a asistir con él ya que era una buena oportunidad para verlo. Todo el mundo asistiría porque al parecer el fallecido era una personalidad que había ayudado mucho al pueblo y se le tenía en mucha estima. Aceptamos pero le comentamos que no llevábamos ropa adecuada, a lo que él respondió que Dani iba perfectamente (aunque iba con pantalón corto y camiseta) pero que  Sandra tenía que ponerse otra cosa (aunque iba mucho más tapada que Dani). Aquí, como en todos lados, las exigencias en el vestir siempre eran mayores en las mujeres. Nos llevó a casa de una señora conocida suya y ésta le prestó a Sandra un vestido tradicional que llevan muchísimas mujeres en Vanuatu diariamente. El vestido era bonito, pero bastante corto para la altura de Sandra, y como las zapatillas de deporte asomaban por debajo, el conjunto era un verdadero esperpento. Pero pese a todo, debían considerarlo más adecuado, y de esta guisa, nos encaminamos hacia la iglesia deseando que nos disculparan por ser extranjeros.                                                                                                            

   La iglesia estaba dentro de la misión católica. Este era un gran recinto dentro del pueblo consistente en diferentes edificios separados por amplios espacios de hierba. Allí estaba la iglesia, el colegio y la enfermería. Nos adentramos en la iglesia que estaba llena de gente. Los hombres a un lado y las mujeres a otro. Nosotros nos pusimos juntos en el centro guiados por nuestro nuevo amigo. La gente permanecía seria en señal de respeto y se veían especialmente dolidos a los familiares en primera fila. Durante la misa se cantaron canciones y se hizo algún discurso. Uno de ellos fue el del primer ministro del país, ya que el fallecido formaba parte del gobierno. El primer ministro era de origen tahitiano, con rasgos totalmente diferentes a los melanesios, y pocos días después, lo vimos en un periódico acudiendo con un semblante aparentemente feliz a un juzgado porque se empezaban contra él decenas de causas por corrupción. Mira por donde otra “simpática” coincidencia universal: la honradez de los gobernantes. Al finalizar la ceremonia se llevaron el ataúd en un camioncillo junto a los familiares que lloraban. Nosotros ya nos fuimos guiados por nuestro acompañante que se llamaba Louis y que era profesor de fútbol de los niños en esa misma misión. Tras comprar unas barra de pan (a 50 vatus, 0,40 céntimos de euro) en una tienda local, fuimos a devolver el vestido. Luego, fuimos a casa de Louis que nos había invitado a comer. Comenzábamos a ver que los vanuatenses eran increíblemente acogedores. De camino, nos cruzamos con un señor que formalmente nos dio permiso para seguir paseando con Louis. Louis nos informó que era el “grand chef”, el gran jefe, que precisamente era familiar suyo, y nos comentó que siempre, para andar por un pueblo en la isla, no debía irse solo y se debía ir con alguien local que te hiciera de guía. Saltó a la vista que Louis y el “grand chef” no se llevaban muy bien. Louis le giraba la cara y lo despreciaba aunque el grand chef siempre le buscaba con la mirada para decirle algo. Louis nos comentaba que no era un buen jefe y que nunca hacia lo que le tocaba. Cosas de los pequeños pueblos.

   La comida que había preparado Louis era una especie de sopa de leche de coco con unas almejas grandes que había recogido el mismo por la mañana en la playa. No era muy abundante pero creemos que el pobre anfitrión había repartido la comida que tenía preparada para él con nosotros dos. A nosotros sólo nos tocaron tres almejas por cabeza y a Louis, sólo una. Luego, nos comimos un plátano. Charlamos sobre las tradiciones y su vida. Él estaba casado pero su mujer vivía en otro pueblo y sólo la veía una vez a la semana. Le debió parecer que estábamos tan interesados que nos ofreció que su madre nos cantara canciones tradicionales. Aceptamos y fuimos a donde estaba ella. Era una ancianita ciega que estaba tumbada en una cama. En cuanto llegamos se puso en el borde y, muy contenta, empezó a cantarnos las canciones que recordaba con su entrecortada voz a la vez que marcaba el tiempo con un bastón de madera. En una de esas nos dijo que esas canciones se interpretaban con el vestido tradicional que sólo consistía en una falda, y entonces, sin ningún recato, se bajó la camiseta hasta la cintura y se tocó los pechos que como unas largas pasas, le colgaban hasta la cintura. No duró mucho la exhibición de la vestimenta tradicional pero sí las canciones. A Sandra le hizo a continuación una especie de juegos infantiles también cantando. Uno fue con las manos, cogiéndose mutuamente el pellejo de las manos y entrelazándolas después. Otro fue tocándose las orejas.  En fin, la pobre anciana nos enseñó todo lo que pudo. Al parecer no éramos sus únicos espectadores porque según su hijo también enseñaba a otras niñas del pueblo las canciones tradicionales para que no se perdieran. Por allí estaba de visita la hermana de Louis e hija de la anciana, Markothe, que le regaló a Sandra un vestido tradicional y unas acelgas. Nosotros regalamos a sus pequeños hijos una pelotita y un conjunto de lápices de colores y unas gomas. Nos contaron que además de católicos, seguían manteniendo celebraciones “kastom” (Tradicionales de sus ancestros). Lamap pertenecía a la tribu de los “Smol Nambas” (pequeños penes). En el noroeste de la isla estaban en cambio los “Big Nambas” (grandes penes). Los primeros ocupaban como el 80 % del territorio y los segundos el 20% restante. Tras las despedidas invitamos a Louis, a Markothe y los hijos de esta a visitar el barco al día siguiente. Louis no podía ir y prefirió ir esa misma tarde. Louis a medida que pasaba el tiempo parecía más emocionado con que estuviéramos allí ese día. Al parecer lo veía como una señal. La persona fallecida se llamaba Daniel y era abogado y cuando se enteró que Dani era también abogado lo vio claro. Encima entendió como un deseo nuestro de vivir en Vanuatu la pregunta de cómo funcionaba la compraventa de terrenos en Vanuatu ya que parecía depender siempre de la tribu. A partir de entonces, Louis ya se veía como el nuevo familiar del nuevo occidental que vivía en el pueblo y que además era abogado, una profesión que en estos países se veía con muchísimo respeto. Nos dijo que sin problema nos conseguiría un terreno para que nos instalásemos y para que viviéramos en él. Nos dijo también que convocaría a todos los jefes de la isla a una celebración. En ella, Louis y Dani, juntos, darían un golpe a un cerdo y lo matarían y eso demostraría a todo el mundo que a partir de entonces Louis nos consideraba como su familia y, por tanto, todos los demás debían considerarlo de igual forma. De esta forma ya estaríamos totalmente integrados en la comunidad. De camino al barco caminando con Louis nos cruzamos con el jefe del pueblo de al lado, el jefe del pueblo al que pertenecía Port Sandwich, y Louis le comentó que nosotros quizá fuésemos a vivir allí. El jefe se alegró mucho y dijo que estaría encantado de ello. Eran sin duda muy amables. En el barco, pese a que nosotros no le habíamos dado esperanzas, Louis no hablaba de otra cosa. De lo maravilloso que sería que viviéramos allí, que podríamos hacer muchas cosas, muchos negocios, etc. Tanto insistía que para asegurar que lo que decía era cierto, escribió en un papel en forma de declaración formal, que él haría todas las gestiones para conseguirnos un terreno gratis donde poder construir una casa y poder vivir. Estábamos un poco abrumados por su increíble interés. Nos despedimos con mucha pena de Louis y quedamos que si nos decidíamos a ir a vivir allí, le visitáramos por avión, se lo confirmáramos, y entonces él empezaría todas las gestiones para conseguirnos el terreno.

   Al día siguiente nos visitó la hermana con sus cuatro hijos. Desayunamos, les enseñamos el barco y charlamos mucho de cómo era la vida en Malekula. Nos contaron muchísimas cosas muy interesantes. La mujer estaba un poco triste porque dos de sus hijos, los dos mayores, el año siguiente se circuncidarían y dejarían de vivir con ella. Nos dio mucha pena porque los niños eran realmente pequeños para considerarlos hombres (11 y 12 años). Al despedirnos regalamos a los niños unos pequeños libros en francés que teníamos. Nos sorprendió y agradó la gran ilusión que les hizo y más tarde, cuando los vimos alejarse por la playa, los niños ya se habían repartido los libros y cada uno iba leyendo el suyo. Poco después levantamos el ancla y partimos hacia un fondeo próximo, situado en Banan Bay. Al partir el sol brillaba, pero al poco se tapó e incluso llovió a ratos. El mal tiempo iba a ser una constante en Vanuatu y eso que estábamos en uno de los mejores meses del año. La gran vegetación y el verdor de todo no engañaba; el agua tenía que salir de algún sitio. El viento por su parte sopló flojo al principio pero acabó soplando 27 nudos, aunque como nos venía por la aleta, fuimos muy cómodamente.

   La bahía de Banan era amplia y en ella nos sentimos especialmente tranquilos por el buen refugio que daba. Fondeamos aproximadamente en el waypoint 016 20.25 S 167 45.45 E. La tarde la pasamos descansando en el barco y por la noche celebramos el 37 cumpleaños de Dani soplando las velas en una crêpe de chocolate.

   Por la mañana desembarcamos en la larguísima playa que abarcaba toda la bahía. El lugar era muy bonito. La arena era blanca y el agua turquesa con mucho coral debajo. Como en casi todas las islas del Pacífico, la arena de la playa no se adentraba demasiado bajo el agua y a los pocos metros de la orilla desaparecía y aparecían los arrecifes de roca o coral. La vegetación era abundante y no se veía ningún asentamiento humano aunque sabíamos que los había. Paseando por la playa llegamos al primero, que era sólo unas pocas chozas que acogían a una misma familia. En la playa, sobre los arrecifes que emergían porque la marea estaba baja, una niña pequeña estaba recolectando algo de comida que metía en un bol metálico. Había conseguido atrapar unos tres pescaditos pequeños y unas conchas. Viéndola, volvimos a tener la sensación que ya hemos comentado antes, que habíamos viajado en el tiempo: las chozas, la naturaleza aún salvaje y la niña, sin aparente dificultad, recolectando algo de proteínas para comer ella y su familia. La niña nos saludó con simpatía y algo de timidez. Tras la breve charla proseguimos el paseo y nos dirigimos al asentamiento más grande de la bahía, que era el pueblo de Fartavo. En cuanto empezamos a divisar las primeras chozas del pueblo, los niños ya nos habían visto hacía tiempo y en una nube nos rodearon y saludaron. Seguimos el paseo pero esta vez con más de veinte niños melanesios a nuestro alrededor preguntándonos nuestros nombres, de dónde veníamos, etc. Paseamos por el pueblo diminuto, con sus casas de chozas y atravesado por el camino de tierra que, de la anchura de un vehículo, tenía vegetación por el medio del poco tráfico que había. Este camino era el único que había en el sur de la isla para contactar con el norte. En el pueblo nadie tenía vehículo y sólo unas pocas pick up hacían del transporte de personas su negocio. Las casas del pueblo eran de materiales vegetales y no contaban con electricidad. Las más preparadas sí tenían una pequeña placa solar con la que alimentaban una batería que servía para encender una luz durante las primeras horas de la noche, o para cargar la batería del móvil que, eso sí, tenía mucha gente. En el pueblo había buena cobertura para llamar e incluso uno de los lugareños estaba capacitado para recargar el saldo de los vecinos a través de mensajes. Por lo demás, nada que se pudiera considerar moderno había en el pueblo. La gente vivía fundamentalmente de lo que conseguía cultivar en su huerto, criando algún animal y unos pocos pescaban. El poco dinero que se necesitaba se obtenía de la recolección de la copra o del cacao. Las chozas no tenían agua corriente y unos tubos traían el agua de las montañas hasta un par de fuentes comunales donde los locales obtenían el agua. La ropa se lavaba en la playa en la desembocadura de un riachuelo y cada choza tenía a una prudente distancia otra choza diminuta que simplemente ocultaba un agujero en el suelo donde se hacían las necesidades. El agujero era de unos dos o tres metros y, pese a ello, en la cabañita el olor era bastante insoportable y las moscas eran enormes y pegajosas.

   Al poco de andar por el pueblo, seguidos por la nube de niños, conocimos a Jake, un joven padre de 4 hijos que se ofreció a mostrarnos unas cascadas que había cerca a cambio de 1500 vatus (unos 12 euros). Nos pareció bien y aunque ya sabíamos que las cascadas iban a ser bastante ridículas, pensamos en observar la vegetación local mientras llegábamos a ellas. De camino, además, hablaríamos con nuestro guía de sus costumbres. Un tercio de la tarifa acordada se la dimos al dueño del terreno en el que se enclavaban las cascadas. Este señor era respectivamente el jefe de su familia que vivía, como era habitual, en varias chozas unas muy juntas de las otras. Así se vivía habitualmente en Vanuatu. Dentro del pueblo, las chozas se agrupaban además por familias que incluían varias generaciones. En el pueblo se estaba construyendo alguna que otra nueva choza ya que el reciente ciclón Pam se había llevado alguna sin, afortunadamente, causar ningún daño humano. Nuestro guía Jake, como el resto de vanuatenses, conocía España sólo por el fútbol. Cuando le dijimos que nosotros vivíamos en Barcelona, cerca del estadio donde jugaba el Barça (ahí exageramos un poco para que lo entendiera) se quedó maravillado y después iba contándoselo a todos los que se encontraba por el camino, que a su vez se quedaban también maravillados. Por cierto, que en Vanuatu el Barça se le conocía como el Barca ya que la ç desaparecía.

   El paseo hasta la cascada fue agradable y muy corto, de apenas media hora. Andamos entre cocoteros, taros y muchísimos árboles de cacao que se recolectaba a veces para exportar, aunque nosotros vimos muchos en el suelo. Esparcidos por el bosque y por el propio pueblo había secaderos de copra que, a diferencia de los polinesios, no eran meros lugares donde dejarlos al sol. Aquí eran pequeños hornos, ya que la lluvia y la nubosiad habitual impedía que el sol hiciera correctamente la tarea de secado. Había también grupos enormes de bambús de un grosor descomunal. El bosque húmedo era realmente precioso. Jake nos enseñó varias plantas de kava que eran como arbustos de hojas verdes de tamaño mediano. Caminamos por la rivera de un riachuelo limpísimo, y casi llegando a las cascadas fuimos por dentro del mismo, ya que tenía muy poca profundidad. Llegamos entonces a las cascadas que eran muy bonitas pero no muy altas, de unos 3 o 4 metros, pero con bastante caudal de agua. A sus pies, una piscina natural de aguas limpias y frescas completaban el hermoso lugar. Por el camino nos acompañó un chico joven pero al regresar se separó para ir a trabajar a su huerto. Los huertos estaban alejados del pueblo metidos en medio de la selva. Eran muy diferentes a como nos imaginábamos nosotros un huerto, ya que estos simplemente eran una zona algo despejada de vegetación en medio de la selva y, normalmente, con una pendiente muy pronunciada. En ellos, sin necesidad de trabajo previo de arado ya que la tierra era muy fértil, se plantaba especialmente taro, el principal alimento local, pero también otros alimentos como tomates. También se plantaba el kava, que se utilizaba para hacer la bebida que todos los hombres bebían por las tardes reunidos en el nakamal.

   De regreso al pueblo, Jake nos enseñó la diminuta iglesia, que era protestante, y la enfermería local que estaba cerrada ya que la enfermera, normalmente una voluntaria australiana o neozelandesa, sólo venía en verano. Para cualquier atención médica tenían que ir a Lakatoro, la diminuta capital de la isla que sí tenía enfermería. Luego nos llevó a su casa, consistente en dos chozas. Una de las chozas era donde dormía él, su mujer y los cuatro hijos, y la otra choza era para la cocina, donde se hacía el fuego en el suelo y se almacenaba madera y los pocos alimentos que tenían. Se comía sentados en el suelo sobre esterillas de pandanus trenzadas. Enfrente de las chozas, Jake nos invitó a comer taro con espinacas en leche de coco. Estaba muy rico. Contestando a nuestras preguntas Jake nos contó que ellos solían comer eso y la carne sólo la comían ocasionalmente en días de fiesta. Tras la comida seguimos el paseo y en otra casa vimos una familia comiendo conjuntamente. Las mujeres habían hecho unos ollones de arroz blanco con espinacas. Niños, viejos, mujeres y hombres comían los mismos platos y casi todos comían con las manos. Más adelante, Jake nos enseñó el nuevo nakamal que estaba construyendo su familia con materiales vegetales, y se veía muy resistente. Los nuevos nakamal se les llamaba así aunque eran algo diferente a los originales nakamales que eran el lugar común de reunión de los hombres del pueblo. Los nuevos nakamales eran más bien como un diminuto bar donde se cobraba por los bols de kava y eran, en definitiva, además de lugar de reunión de los hombres (y últimamente también de mujeres ya que se les permitía la entrada), un pequeño negocio para el propietario. El bol de kava costaba 100 vatus y por lo que nos comentaban las mujeres, muchos hombres gastaban más de lo que debían en estas bebidas excitantes, cosa que lógicamente no les gustaba nada a ellas.

   Jake nos invitó a la petición de mano de su hermano menor que se iba a celebrar en el pueblo al día siguiente. En Vanuatu, las bodas eran por amor pero el hombre debía pagar a la familia de la mujer unos 80.000 vatus, unos 650 euros. Por ello, se celebraba la fiesta al día siguiente. El futuro marido invitaba a una fiesta a todo el pueblo y a la gente de los pueblos y asentamientos de alrededor. Los invitados, en agradecimiento, entregaban una cantidad de dinero a voluntad para ayudar al marido a pagar a su vez la importante cantidad que costaba la mujer. Previamente a la fiesta, el novio había comprado una vaca (40.000 vatus) que se sacrificaría esa misma tarde, un día antes de la celebración. Con la carne que se obtuviera, se alimentaría a todos los invitados. A esta celebración no asistía nadie de la familia de la mujer. 

   Mientras paseábamos por el pueblo veíamos a los niños jugando a diferentes e imaginativos juegos pero sin juguetes, sólo con canicas o con piedras, a intentar coger un saltamontes, darle con un palo al árbol, etc. El único juguete que vimos eran pelotas de fútbol.

   Regresamos entonces hacia el barco acompañados de Jake y de dos de sus hijos pequeños para enseñárselo. A los locales siempre les solía hacer ilusión ver un velero por dentro. Yendo hacia el auxiliar comprobamos el buen sentido de la vista que tienen los locales. El dingui lo habíamos dejado en la playa en un lugar muy lejano pero no sabíamos exactamente donde estaba. Nosotros solemos tener buena vista pero no conseguíamos verlo por más que lo intentábamos. Jake, entonces, con una seguridad aplastante dijo que él sí que lo veía y que estaba debajo de un árbol concreto. Sabiendo donde mirar, intentamos vislumbrarlo pero fue imposible. Caminamos y caminamos y al cabo de mucho andar, pudimos verlo exactamente donde había dicho Jake. Quedamos alucinados. Habíamos leído que la gente del Pacífico suele tener muy buena vista pero aquella demostración nos impresionó.

   Ya en el barco, les invitamos a merendar y regalamos a los niños una pelota y unos colores. De regreso a la playa, Jake dijo a Dani que le estaba muy agradecido porque para los niños había sido una experiencia ir en auxiliar y ver el barco. Nos dio mucha pena no poder hacer lo mismo con todos los niños del pueblo.

   Al día siguiente, desembarcamos directamente delante de la playa del pueblo listos para la celebración. Nos recibieron unos 20 niños corriendo que se pusieron a ayudarnos a cargar el dingui. Eran tantos niños y tan pequeño el dingui, que no había espacio para que todos ayudaran, por lo que nos apartamos o sólo lo cogíamos con una mano. Todos nos siguieron luego por el pueblo hasta encontrar de nuevo a Jake. Lo primero que hizo fue llevarnos a la mesa de los donativos. Un hombre con una libreta iba apuntando y guardando lo que los vecinos iban dando. Le preguntamos a Jake cuánto dinero debíamos dar y él nos dijo que unos 1000 vatus por persona (unos 8 euros). Así lo hicimos aunque observamos en la libreta que la gente solía dar sólo 500 vatus. Se veía mucho movimiento de gente preparando cosas y estos preparativos se repartían entre hombres y mujeres. Los hombres se encargaban de la carne. Bajo un árbol, se veía un enorme trozo de vaca que colgaba de una rama. A los pies, un hombre con un hacha, iba cortando pedazos en trozos más pequeños. Más allá, otros hombres habían convertido la carne en trozos diminutos y tenían una montaña enorme de ella. En una gran olla tenían ya bastante carne lista para comer, cocida y preparada con algo de verduritas verdes. En otra gran olla al lado, tenían ya preparados kilos y kilos de arroz blanco. Jake pidió dos platos para nosotros y nos sirvieron una generosa ración que fuimos a comer en el suelo sobre una esterilla de hojas de pandanus trenzadas. Tras la comida, fuimos a un lugar donde varias mujeres estaban preparando en ese momento el tradicional lap-lap. Este plato típico era una masa enorme de forma circular de una textura gelatinosa y de sabor dulce. Uno era de ñame, de color más marrón, y otro de mandioca más amarillento. El de mandioca tenía además algunos trozos de carne de vaca. Jake nos dio dos trozos a cada uno y casi morimos porque era muy pesado de comer. Sandra no pudo con su segundo trozo y Dani a duras penas y haciendo un gran esfuerzo. Tras la comida, Sandra participó junto con dos mujeres en la elaboración de un lap-lap. Se hacía con un horno hecho en el suelo con piedras calientes y cubierto de hojas. Al final del día se iban a hacer entre 30 y 40 grandes lap-lap. Más allá, había un chico joven machacando con un largo palo raíz de kava que previamente habían introducido en un cilindro hueco. Este polvo sería el que después beberían. La cantidad de comida era impresionante. El resto de gente del pueblo estaba agrupado por sexos. Los hombres, cerca del lugar donde se cocinaba la carne y cerca de la mesa de donativos. Las mujeres, o haciendo lap-laps o en una gran casa comunal donde estaban haciendo paquetes de comida. En una gran hoja incluían dos trozos de lap-lap, arroz y un trozo de carne. Luego, lo cerraban con gran maestría y quedaba un paquetito para llevar perfecto. La gente de los alrededores que sólo pasaba a dar el donativo se llevaba uno de esos paquetes. Ese día prepararían entre 100 y 200 paquetitos de esos. Sandra se quedó allí charlando con las mujeres que les contaron varias cosas curiosas; por ejemplo que las niñas solían quedarse embarazadas muy jóvenes, entre los 15 y 16 años. Después, la niña y el bebé continuaban viviendo con la abuela como si nada hubiese cambiado. Otra curiosidad era que en cada pueblo se practicaba un culto y si una persona se casaba con otra de otro pueblo y otra religión, cada uno se quedaba a vivir en su pueblo. ¡Menuda costumbre! La gente era muy religiosa y solía ir a misa cada día a las 3 o 4 de la madrugada. Mientras tanto, Dani acompañó a Jake a su huerto a recoger kava. Según nos contaron era tradición que el hermano del contrayente proporcionara el kava para la celebración. Del kava sólo se utilizaba la raíz y el resto  la planta se enterraba de nuevo porque de allí nacerían varias plantas. En los huertos habían los restos de un pequeño fuego, y es que como estos estaban lejos, muy adentrados en la selva y situados en las partes altas de la montaña porque la tierra era más fértil, los hombres no regresaban para comer y se cocinaban allí un pequeño trozo de taro al fuego. Era lo único que comían cuando se quedaban a trabajar en el huerto.

   El día poco a poco fue pasando y, justo antes de que anocheciera, nos despedimos de todos. La fiesta aún duraría más tiempo pero no queríamos regresar de noche con el auxiliar porque era noche oscura y había bastantes arrecifes hasta el barco. Ya en el Piropo cenamos nuestros paquetitos de comida que nos habían dado y rememoramos felices la peculiar experiencia vivida en el pueblo de Fartavo.

   Al día siguiente navegamos hasta la pequeña capital: Lakatoro. Recorrimos unas 30 millas que hicimos muy rápidamente porque tuvimos muy buen viento, aunque la travesía se inició con alguna llovizna y muy poco viento. La bahía en la que recalábamos se conocía como Port Stanley y era muy grande. Fondeamos en 5 metros en un pequeño espacio de arena rodeado de corales. No era un buen lugar por ser algo movido, pero al menos, no fondeábamos demasiado lejos de la costa (waypoint aproximado 16 06,07 S 167 26,47 E).

   El lugar para desembarcar con el auxiliar no era demasiado bueno. Toda la costa tenía o arrecifes o manglares, por lo que dejamos el dingui en el muelle local teniéndolo que sujetar con una pequeña ancla para que no se golpeara. Desde allí, fuimos paseando por un camino polvoriento que unía la isla de norte a sur. En Lislits, el pueblo anterior a Lakatoro, vimos a una señora golpeando una gran botella de gas vacía a modo de campana para avisar que la misma dominical iba a empezar y luego se acercó a nosotros para saludarnos. La misa era de una iglesia presbiteriana y como nunca habíamos visto una le preguntamos a la señora si podíamos asistir, a lo que nos dijo que sí encantada. La celebración fue muy peculiar. Hubo canciones en grupo, discursos de los feligreses, lecturas de la biblia y un larguísimo discurso del predicador. En los discursos de los propios fieles, un joven se puso a gritar como un loco a la vez que, al poco, se puso a llorar, y de nuevo al poco otra vez a gritar. Durante las canciones algunas señoras levantaban las manos, cerraban los ojos y hacían como que entraban en trance. La misa fue larguísima, no acababa nunca y nos sabía mal irnos a mitad. Duró unas cuatro horas. Al final, el predicador nos invitó a acompañarle a la puerta de entrada de la iglesia para, junto a él, poderle dar la mano a todas las personas que habían ido a la misa que eran muchas. Luego nos invitó a comer en su casa pero, sinceramente, después de cuatro horas ya no podíamos más y sintiéndolo un poco pusimos una excusilla y nos escabullimos. Al día siguiente volveríamos a ver al predicador por la calle y nos saludó muy alegre cosa que nos alegró porque parecía que no nos guardase ningún rencor por haber rechazado su invitación. Ese día caminamos un poco más allá de Lislits y llegamos a Lakatoro. Aunque era la capital de la isla era un pueblo diminuto con unas cuantas chozas además de los edificios de cemento que albergaban el mercado, unas tienditas de ferretería y alimentos, y entre ellos una carnicería. Por el pueblo había también puestitos en la calle con ropa. Quisimos entonces coger una transporte para visitar un pueblo del interior de la isla. Nos decidimos al final por ir a Unmet que era una “kastom village”, un pueblo tradicional. Nos subimos en una pick-up que hacía el itinerario, que precisamente salía entonces, y comenzamos el viaje. Estuvimos charlando con uno de los compañeros de viaje mientras que observábamos el paisaje. Llegamos entonces a Unmet que era un pueblo todo hecho de chozas alrededor de una misión católica. Dimos una vuelta en la pickup mientras iba dejando pasajeros en el pueblo y entonces decidimos continuar en el vehículo hasta el final del trayecto, hasta Wiawi, en la otra costa de la isla. El camino de Unmet a Wiawi se acababa de construir hacía unos pocos meses y era muy precario. Simplemente era una abertura entre la vegetación y un suelo aplanado por una excavadora que vimos aparcada por allí ya estropeada definitivamente según nos dijeron. La pista era muy estrecha y montañosa, con muchos desniveles. Nuestro transporte tuvo que pasar varios riachuelos y varias veces golpeó los bajos dándose con piedras más grandes de lo normal. Íbamos lentísimos pero no había prisa. El bosque hacia túnel en la mayoría de ocasiones de lo frondoso que era. Finalmente, llegamos a Wiawi.

   Wiawi era un pueblo unifamiliar, es decir, todos los que vivían formaban parte de la misma familia. Las chozas era iguales que en toda Vanuatu pero, además, tenía una larga playa de arena blanca y preciosas aguas. Dimos un paseo con el pasajero que nos convenció de llegar hasta allí y que nos hizo de anfitrión. También nos acompañó el jefe del pueblo que era muy joven, de unos treinta años, y un grupo de niñas de entre 8 y 12 años a cual más simpática. Nos dijeron que en esa playa las tortugas dejaban sus huevos y para demostrarlo, nos enseñaron a una cría de tortuga que estaban alimentando desde hacía un año. La que estaba más contenta de que le prestáramos atención a la tortuga fue una niña que era la encargada de alimentarla, que nos explicó muy detalladamente qué caracolillo utilizaba. Además, nos explicaron muchas cosas de cómo era su vida allí. Nos impresionó que los niños tuvieran que caminar una hora de ida y otra de vuelta, cada día, para llegar al colegio. Se estaba muy bien allí pero no nos pudimos quedar mucho tiempo porque la pickup, esta vez cargada de sacos de copra, regresaba otra vez a Lakatoro y era el único medio de transporte.

   De vuelta en Lakatoro fuimos a comer a un puesto de comida local que había en el lugar donde se cogían las pick ups. El lugar era diminuto y consistía en una cocina con una mesa de cuatro plazas justo al lado, en la que sólo estábamos nosotros. Costaba 300 vatus el plato grande, poco más de dos euros, y comimos una especie de plato combinado de ternera, arroz y ensalada. El agua tenía buena pinta, fresquita con hielos, pero tras haberla bebido vimos que el poso era muy raro, con tropezoncillos y ya no bebimos más, aunque poco quedaba por beber. Tras la comida, compramos unas verduras en el mercado y ya regresamos paseando hasta el barco. De camino vimos en una casa varias conchas gigantes antiguas tiradas por el jardín. Sabíamos que por la zona había de ese tipo de conchas –Giant clams- pero habíamos leído que medían unos treinta o cuarenta centímetros. Sin embargo, las que estábamos viendo medían mucho más, medían casi un metro. Nos impresionó mucho verlas. Las conchas se veían muy viejas y seguramente en el mar pocos ejemplares de ese tamaño quedarían ya.

   El uno de septiembre, tras observar un poco el fondo submarino alrededor del barco, partimos hacia un nuevo fondeo, hasta la isla de Wala, una diminuta isla que estaba en la propia costa de Malekula muy cerca de otra pequeña isla llamada Rano. Intentamos fondear primero en Rano pero el fondo subía tan a pico que para tener una profundidad razonable para echar el ancla había que fondear tocando la arena de la playa. Como no nos convenció, nos fuimos hacia Wala y allí, con un fondo más razonable, fondeamos en 9 metros en aproximadamente la posición 015 58.62 S  167 22.45 E. La falta de viento y las corrientes nos hicieron aproximarnos un poco a la costa y a dar vueltas como una peonza pero, en definitiva, estuvimos bien. Estando en el barco, vino un señor a ofrecernos artesanías que vendía en la playa y más tarde unos señores nos ofrecieron un espectáculo de danzas que costaba casi 50 euros por persona. Dijimos a todo que no y nos sorprendió la cantidad de turismo que debía haber en esa isla para que hubiera tanta oferta. Más tarde averiguaríamos que de turismo habitual no había mucho pero ocasionalmente aparecía un enorme crucero que fondeaba entre las dos islas y Malekula. De este barquito, de una tacada, desembarcaban en la diminuta isla de Wala casi mil turistas. No entendíamos como no la hundían de tanto peso. El señor de las artesanías, viendo que no estábamos por la labor de comprarle nada, se ofreció a hacernos un tour por la isla. Nos cobró 10 euros para los dos y no estuvo del todo mal. Dentro de la isla el bosque era bastante denso con grandes banians. Después, vimos una zona que, delimitado por grandes piedras de coral puestas verticalmente, se utilizaba hoy para los bailes, tanto para los ofrecidos a turistas como para sus propias celebraciones, pero era un lugar bastante antiguo y con historia, donde destacaban sobretodo y como siempre los restos de prácticas del canibalismo. Al final del tour llegó lo teóricamente más esperado: un cráneo humano. Bueno, más bien era un cuarto de cráneo. No nos interesaba demasiado pero el guía nos lo mostró como la gran cosa. Por la zona había la posibilidad de ver varios de estos restos humanos prueba de la antropófaga alimentación que tenían hacía unos años los habitantes locales.

   Tras el tour, ya en el pueblo, un señor local nos preguntó si teníamos una llave de bujías para prestarle. Le dijimos que sí y entonces nos pidió si teníamos también anzuelos y si queríamos cambiárselos por una artesanía. Le dijimos también que sí. La llave no se la dimos porque no teníamos recambio pero sí le dimos unos cuantos anzuelos de los que teníamos muchos. El hombre se quedó tan contento que nos dio además de la artesanía – una cara esculpida en una piedra de río- una calabaza.

   Al anochecer, estando en la bañera, nos quedamos alucinados con un peculiar espectáculo. Varios miles de enormes murciélagos regresaron de la isla de Malekula al bosque de Wala para pasar la noche. Por el cielo iban pasando sin parar decenas y decenas de esos animales durante más de una hora. Al día siguiente, con las primeras luces del alba, el espectáculo se repitió pero esta vez en sentido inverso. Esos animales, frugívoros y aparentemente diurnos, se movían a la isla principal para la búsqueda de alimento.

 

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