Sigue el viaje del velero Piropo, con sus tripulantes Dani y Sandra, en su pretendido deseo de dar la vuelta al mundo por los trópicos.

HUAHINE pasando por MOOREA (Archipiélago de Las Sociedad). Del 1 al 8 de abril de 2015.

   La temporada de ciclones en el Pacífico Sur tocaba a su fin y por tanto, nosotros podíamos volver a navegar con cierta seguridad. En realidad, la temporada acababa a finales de abril pero durante este mes, según teníamos entendido, era rarísimo que algún ciclón afectara a la Polinesia Francesa. Así pues, decidimos avanzar millas en dirección oeste .

   Nuestro siguiente destino sería la isla de Huahine, pero antes de llegar allí haríamos una breve escala en la isla de Moorea porque nos venía de paso y, además, porque en nuestra anterior estancia nos había quedado por conocer algo que parecía interesante. Así pues salimos de Tahití por el pase Taapuna. Ya en mar abierto el día era casi ideal: poco mar, sol y suficiente viento de través, al menos, al principio. Dejábamos atrás Tahití con cierto pesar después de tantos meses, pero las ganas de seguir conociendo lugares nuevos nos empujaba a seguir navegando.

   Durante toda la travesía el viento fue disminuyendo y a la altura del norte de Moorea nuestra velocidad era casi nula. Para lo poco que quedaba hasta nuestro destino, decidimos no poner el spinnaker e hicimos las últimas millas que quedaban a motor. Llegamos de esta forma a la ya conocida por nosotros Bahía de Opunohu, que estaba igual que como la recordábamos, preciosa, con sus montañas picudas y verdes al fondo y una playa blanca con cocoteros en primer término. Había algún velero más que en nuestra anterior estancia y nos pusimos un poco al final de la zona de fondeo, sobre diez metros de agua, en aproximadamente la posición 017 29.47S 149 51.10W. En nuestra anterior estancia, el ancla la tiramos unos metros más allá, en cinco metros, también en arena y sin ningún problema tampoco (017 29.33S 149 51.04W).

   Esa tarde la pasamos resolviendo el funcionamiento de nuestro nuevo teléfono satélite Iridium que habíamos comprado de segunda mano en España por bastante poco dinero. El Inmarsat -nuestro antiguo teléfono- funcionaba bien como teléfono pero descargando meteorología era un desastre como ya comentamos en anteriores entradas. Con el Iridium, si todo funcionaba como las pruebas de esa tarde, la cosa se simplificaría ya que no hacía falta un programa de pago intermedio para el ordenador y el tiempo y el coste por descarga sería mucho menor. Así pues, parecía que amortizaríamos la compra en breve.

   Al día siguiente nos encaminamos con La Poderosa hacia lo que justificaba nuestra segunda estancia en la isla: nadar con rayas cerca del Hotel Intercontinental. En nuestra primera estancia en Moorea no sabíamos exactamente donde estaba el lugar, pero esta segunda vez lo habíamos averiguado y hacía allí nos encaminamos, a la posición 017 29.29 S 149 54.02 W. El lugar no estaba cerca desde el fondeo de Opunohu -a unas tres millas- pero el día estaba tranquilo de viento y cargamos gasolina de reserva. Para llegar donde queríamos había que cruzar la bahía de Opunohu y más tarde, siguiendo en dirección oeste, pasar por un canal muy somero que iba por el arrecife y que estaba muy bien señalizado con marcas negras y blancas. Tras el canal, ya se estaba frente a las cabañitas del Hotel Intercontinental, y de allí ya sólo quedaba navegar media milla más hacia el oeste por un canal más profundo. El lugar que buscábamos era una extensión de arena entre un metro y medio a dos de la superficie donde campaban algunos tiburones puntas negras y algunas rayas. Al principio no vimos muchas rayas pero la cosa se fue animando y cada vez había más y más. También cada vez habían más turistas y es que aquello era una de las grandes atracciones de Moorea. Los animales, acostumbrados a que la gente les diera de comer, eran muy amigables y se acercaban a las personas sin temor. Cuando llegó una gran lancha con muchos turistas, las rayas se excitaron especialmente –seguramente porque el guía, en cuanto se tiró al agua, echó comida- y entonces se acercaron muchísimo más todavía. También lo hacían los tiburones puntas negras, lo que no hacía tanta gracia. Vimos entonces como uno de los guías de la excursión de la lancha grande cogía a una de las rayas y la acariciaba, y quisimos también probarlo. Si las cogías suavemente por la cabeza, el animal se quedaba quieto y se pegaba en la arena tranquilamente. Podías tocarle entonces su cuerpo y notar lo suave que era. La verdad era que los animales estaban un poco estropeados en sus costumbres salvajes por el contacto tan frecuente con los turistas, pero aún así estaban libres, sanos y bien alimentados y disfrutamos mucho de la experiencia. Al final, muy entretenidos, nos pasamos a remojo varias horas.

   Al día siguiente dejamos atrás Moorea y con ellas las Islas de Barlovento del Archipiélago de las Sociedad. Nos dirigíamos hacia Huahine, nuestra primera isla de las Islas de Sotavento. Hasta allí habían unas 90 millas, por lo que nos tocaría pasar la noche navegando. El pronóstico de viento era de viento suave pero en cuanto nos alejamos un poco de Moorea confirmamos que de viento suave nada, sino que casi era inexistente. El viento venía de través cerrado por lo que abrimos el spinnaker y con él avanzamos a buen ritmo. Si el viento soplaba de 7 u 8 nudos cogíamos unos 5 nudos y medio pero cuando el viento bajaba a 3’5 nudos, la velocidad bajaba bastante. Aún así, fuimos avanzando claramente todo el rato. Lo malo era que el viento venía de una dirección que casi no permitía utilizar el spinnaker y a veces se desinflaba lateralmente. Entonces, tirando a mano de la escota contraria conseguíamos volver a inflarlo. Finalmente, no nos quedó otra que abrir un poquito el rumbo para evitar estar pendiente de la vela, y así nos pasamos todo el día, con el enorme spinnaker rojo empujándonos a buen ritmo.

   Llegó la noche y justo después de cenar, decidimos recoger el spinnaker. La luna llena no había salido todavía y no podía verse si llegaba alguna nube portadora de viento, así que pusimos el motor. Afortunadamente, a las pocas horas el viento subió y pudimos navegar perfectamente con la génova. Esa noche, como solíamos hacer en las travesías de corta duración y que fueran nocturnas, cenábamos un poco antes de que oscureciera y entonces Sandra hacía la primera guardia mientras Dani dormía. Esta guardia duraba unas tres o cuatro horas -hasta las once de la noche más o menos- y después, Dani ya se quedaba hasta el amanecer mientras Sandra dormía. Durante la guardia de Dani, la luna se puso roja, y la noche, que hasta entonces se había mantenido luminosa, se oscureció totalmente. Estaba ocurriendo un eclipse de luna. Uno más, porque hacía relativamente poco habíamos visto otro. Los eclipses de luna pueden verse por igual en todas las partes del mundo a diferencia de los de sol y suceden porque la tierra se interpone y se alinea entre el sol y la luna. Era un fenómeno astronómico muy entretenido de ver.

   Amaneció el 4 de abril llegando a Huahine. Entramos por el pase Avapehi, porque era más próximo a nuestro recorrido, y nos dirigimos a Fare, su capital. En aproximadamente la posición 16 43.08S 151 02.26W se podía fondear, pero nos acercamos más a Fare y comprobamos que habían puesto cinco boyas. Como había varias libres, nos cogimos a una tras saber por un francés de otro velero que éstas eran gratuitas. La posición aproximada de la boya: 016 42.83S 151 02.25W.

   Tras un largo baño en las trasparente aguas y comer, desembarcamos en el tranquilo pueblo para dar una vuelta. El pueblo lo formaba un bar, una tiendita de recuerdos, un supermercado muy grande -para la ciudad que era-, una “roulotte” de esas que son tan típicas y populares en la Polinesia francesa donde dan comidas rápidas, algunas casitas, la iglesia y poco más. La ciudad era diminuta y muy tranquila.

   Al día siguiente, domingo, la ciudad cambió. Vimos una gran concentración de gente, todos vestidos con una camiseta amarillo fosforito. Al parecer era una gran concentración de fieles de la iglesia de los adventistas del séptimo día, que llegaban de varias islas para pasar un día de diversión y para confraternizar. Hicieron carreras a pie por categorías, pruebas de fuerza, carreras llevando ruedas con un palo, etc. Mientras, pequeños puestitos vendían varias cosas: cocos verdes para beber, una especie de churros –llamados aquí fifiri- y trozos de pastel. Lo más agradable en este último puesto de pasteles era ver cómo la señora, después de servir, rebañaba la pala con el dedo y se lo llevaba a la boca una y otra vez para dejarla bien limpia hasta la siguiente oportunidad de servir otra porción de tarta. De todas formas, con este comentario no queremos dar una falsa impresión de la gente local. Esta señora parecía que no se daba mucha cuenta de lo que hacía, y es que en general, los polinesios son gente muy limpia y aseada.

   Al día siguiente, alquilamos una scooter, una moto diminuta de 50 cm3. Era más que suficiente para disfrutar de una visita alrededor de toda la isla. Al principio recorrimos el norte de la isla dejando atrás el aeropuerto y recorriendo una pista de arena. Había por allí bonitas playas desiertas de arena blanca y plantaciones -quizá de melones y sandías que son típicas de Huahine-. Bordeamos un gran lago, el Fanuna Nui, que es salino y llegamos al Marae Manunu. Este marae es de bastante altura y formado por grandes bloques de coral oscurecidos. Más adelante llegamos a la punta del Motu Ovarei donde hay un lugar para bucear sin botella, conocido como Cité du Corail. Seguimos hasta el pueblo de Maeva y cerca vimos las famosas trampas para pescar hechas con piedras dentro del agua. Luego llegamos a La Fare Potee, una réplica de casa tradicional hecha sobre pilones sobre el agua, y en la zona también vimos maraes, muchos maraes. Huahine tiene más de treinta maraes restaurados pero hay muchos más y es conocida especialmente por eso, por la alta densidad que tiene de estos templos antiguos. Desde uno de los maraes vimos que comenzaba un sendero que creíamos discurría por el interior de la selva atravesando distintos maraes. Preguntamos a un señor que había por allí si ese era el sendero que buscábamos y nos dijo que sí. Entonces charlamos con él. Al parecer él era el vigilante de aquello pero anteriormente –nos lo dijo varias veces orgulloso- había sido un integrante del equipo de seguridad del anterior presidente y con él había viajado por muchos países de Europa y África. Cuando le dijimos que éramos españoles le cambió la cara. Parecía que no podía creérselo. Nos dijo emocionado que su apellido era Flores y que su bisabuelo era español. Él era totalmente polinesio después de tantas generaciones y no hablaba, lógicamente, nada de español. Se ofreció para guiarnos por todo el camino e ir enseñándonos cada planta o árbol, explicándonos para qué servía. Vimos los mape, el banian de enormes lianas, guayaberos, árboles de mango, vainilla salvaje y muchas más que lamentablemente no recordamos los nombres. Nos enseñó una planta que era buena para desinfectar heridas y otra que era infalible para el cáncer de pecho en vez de tanta quimio como él dijo. El hombre nos explicó que en la Polinesia la gente pagaba la mitad de cada tratamiento y que eran carísimos, cosa que nos dio mucha pena. También tenía entendido que Francia funcionaba igual, pero lo cierto era que tanto en Francia como en España, afortunadamente y de momento, la sanidad era gratuita. Mientras la conversación seguía íbamos avanzando por el sendero, y el lugar era sin duda muy impresionante, plagado de maraes en medio de la vegetación. Finalmente, llegamos a un marae elevado, con una gran zona plana de piedras cuidadosamente colocadas y desde donde había unas buenas vistas de toda la costa, incluido el arrecife exterior. El regreso lo hicimos por un camino alternativo y, casi llegando al final, Flores se despidió de nosotros para ir a recoger por allí unas plantas medicinales. Había sido muy amable y cuando se lo comentamos nos respondió que le encantaba poder guiar a unos españoles por la zona en honor a su bisabuelo.

   Ya en la moto proseguimos nuestro periplo por la isla. Llegamos a Faie donde en el río habían una anguilas enormes de ojos azules que se consideraban sagradas. La gente les daba de comer sardinas en lata y el agua, que estaba algo estancada, apestaba a ese olor característico. Las anguilas eran mucho más grandes de las que habitualmente veíamos en los ríos, suponemos porque tanta sardina para comer hacía su efecto. Acostumbradas a la gente, en cuanto metíamos la mano o la cámara en el agua, las anguilas se acercaban y te tocaban con su boca la mano, lo que daba cierta sensación porque eran unos animales bastante feos. Una señora local nos enseñó donde estaban los animales y se quedó allí charlando con nosotros. La gente de la isla era muy tranquila y simpatiquísima.

   Desde allí fuimos a Huahine iti. En realidad la isla de Huahine eran dos islas que están separadas por un puente. Una era Huahine Nui, la grande y la situada al norte, y la otra era Huahine Iti, la pequeña y la situada al sur. Comimos unos bocadillos en un mirador bastante alto con vistas a la Bahía Haapu y de allí, rodeados de una vegetación exuberante, fuimos hasta la Bahía Avea, al sur de la isla. Esta bahía es un precioso y magnífico fondeadero para los veleros pero nosotros decidimos que no nos valía la pena mover al Piropo hasta allí. Total, ya lo estábamos viendo ese día. Casi en la punta sur de la isla, estaba el Marae Anini, también de grandes bloques de coral haciendo una base plana y después colocados en vertical rodeando esa misma base. La playa cercana era preciosa, de arena blanquísima y con árboles y cocoteros. Enfrente había un bonito motu (Motu Araara) y podían verse las olas enormes chocando contra el arrecife exterior donde había varios surfistas.

   Desde allí fuimos subiendo por la costa este de Huahine Iti, rodeados de vegetación y observando las bonitas vistas que habían de los arrecifes. Finalmente llegamos a Fare y finalizó nuestro viaje un poco cansados después de todo el día subidos a la pequeña scooter.

   Aún nos quedamos un día más en la isla. Huahine nos había encantado. El sobrenombre turístico de la isla es La sauvage -la salvaje- y nos pareció muy adecuado. Casi no había asentamientos poblados y casi toda la isla era de vegetación virgen. Imaginábamos que estas islas de sotavento de Las Sociedad iban a ser muy turísticas pero en el caso de Huahine no nos lo pareció para nada. El turismo es casi inapreciable.

   Nuestro siguiente destino sería la isla de Tahaa, a unas pocas millas de Huahine.

   ¡Hasta la próxima!

 

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