Sigue el viaje del velero Piropo, con sus tripulantes Dani y Sandra, en su pretendido deseo de dar la vuelta al mundo por los trópicos.

ATOLÓN MAKEMO (ARCHIPIÉLAGO DE TUAMOTÚ). Del 20 de agosto al 10 de septiembre de 2014.

La salida por el pase de Raroia fue muy sencilla a diferencia de la entrada que habíamos tenido. Acertamos con la hora adecuada para pasar por el canal y encontramos unas aguas muy tranquilas, como si fuesen las que encontraríamos en la entrada de un puerto cualquiera. Desde Raroia, teníamos una travesía de 75 millas hasta nuestro siguiente atolón: Makemo.

La travesía transcurrió con muy poco viento. Al principio, unos suaves 10 nudos de popa nos empujaron tranquilamente, pero a mitad noche el viento se paró totalmente y tuvimos que poner el motor varias horas. La noche estuvo preciosa, tranquila y muy estrellada. Vimos muchísimas estrellas fugaces y algunas realmente espectaculares que parecían bengalas. Como ellas, dejaban un rastro de humo a su paso y tenían un color que incluso cambiaba durante su trayectoria.

Llegamos a Makemo al amanecer y como todavía quedaba mucho para la hora adecuada para entrar en el atolón, no nos quedó otra que navegar a vela haciendo bordos cerca de la entrada. Makemo tenía dos pases para barcos. Estábamos ahora frente al pase Arikitamiro, situado al noreste del atolón, y planeábamos salir unos días más tarde por el pase Tapuhiria, situado al oeste. A las nueve y media de la mañana, una hora antes de la hora prevista ideal para entrar, la corriente en contra era en teoría sólo de un nudo así que decidimos probar a hacer una entrada por Arikitamiro. Hemos de decir que habíamos leído que en Makemo la hora adecuada de entrada no coincidía con la bajamar o la pleamar y había una diferencia de una hora y media. Al parecer eso se debía a que como el atolón era bastante grande, el agua necesitaba más tiempo para llenar o vaciar la laguna. Acercándonos al pase comprobamos que no había rompientes ni delante ni detrás del pase por lo que seguimos en nuestro avance. La corriente, que en un inicio no se notaba, se incrementó un poco justo en el centro del pase. Sin embargo, el Piropo avanzó perfectamente y conseguimos entrar en Makemo. Estábamos muy animados. Parecía que lo de entrar en los atolones era sencillo. Más adelante, en otros pases, comprobaríamos que no lo era tanto.

El pueblo de Makemo estaba muy cerca de la entrada del atolón. El fondeo no era recomendable con vientos fuertes de sureste o sur y mucho menos de oeste, claro –aunque nunca vimos vientos de esa dirección- pero los días que venían parecía que iba a haber viento de norte y muy flojo por lo que podíamos permanecer allí tranquilamente.

Makemo tenía un muelle donde se amarraban los barcos de suministros. Allí, había amarrado un Dofour 31 muy bonito y cuidado. Este modelo de barco es conocido por sus cualidades y su presencia allí nos lo demostraba. Era de una pareja de franceses que habían navegado desde Francia y ahora estaban haciendo un paréntesis en la Polinesia dando clases. Iba a ser su segundo año en Makemo y su quinto en Polinesia. El año anterior no habían tenido problemas con los huracanes porque era año de La Niña y, según lo que nos comentaron, en esos años no había ciclones. Sin embargo, este año era un año normal y no obstante el peligro, parecía ser que lo iban a dejar igualmente allí, amarrado en ese muelle que no parecía refugiar mucho porque en algunos tramos, estaba elevado sobre pilares.

El fondeo frente a la villa era bastante agradable porque, como siempre en las Tuamotú, siempre flotabas sobre aguas trasparentes. Ese día, nos bañamos un largo rato cerca del barco disfrutando mucho del lugar. Por la tarde, observamos que al barco llegaba la señal de internet de prepago de la oficina postal. La señal era mala e insuficiente para hablar por skype pero al menos, pudimos consultar la meteorología y enviar algún correo.

Los cinco días siguientes nos quedaríamos tranquilamente en el fondeo frente al pueblo. Makemo era el centro administrativo y escolar de las Tuamotú del sur. Había pues, mucha más población que en Raroia. Sin embargo, el lugar también se veía muy tranquilo. Paseamos por las callecitas asfaltadas. Había varias tiendas de comestibles, una panadería, una iglesia, varias escuelas, oficina postal, campo de fútbol-sala cubierto y un faro muy alto, cuadrado y bastante feo que al parecer era la imagen característica de Makemo. Por la calle había bastantes coches tipo pick up pero también vimos a mucha gente en bici y todo el mundo nos saludaba alegremente.

En el supermercado más grande de Makemo, las verduras frescas no eran muy abundantes, igual en el resto de tiendas de comestibles del lugar. Sin embargo, al menos tenían cebollas, patatas, coles, tomates, ajos, lechugas y coliflor. Compramos tomates y una col. La fruta era aún más escasa y solamente tenían naranjas y manzanas a unos precios muy elevados. Nosotros, por suerte, de fruta íbamos bien porque aún nos quedaban bastantes limones y muchísimas toronjas de las Marquesas. Intentamos comprar un reloj de pulsera porque los dos que teníamos se habían quedado sin pilas casi a la vez, pero en el pueblo sólo había un sitio donde se vendían y en él tenían solamente un par a precios muy elevados para lo sencillos que eran. Así que desistimos.

Esos días en la ciudad contratamos un buceo con Scuba Makemo, del que habíamos leído que tenía los buceos más baratos de toda la Polinesia Francesa. En cuanto llamamos notamos que mucho turismo no había en Makemo porque al instructor, que era muy simpático, lo vimos muy disponible. Vino enseguida al puerto a charlar con nosotros y quedamos para el día siguiente. El buceo nos costaría 5000 francos polinesios por persona. Al cambio fijo, unos 42 euros. Muy barato si lo comparábamos con los precios que vimos en Galápagos y que existían, según parecía, en el resto de la Polinesia Francesa. El día del buceo el instructor y su mujer vinieron en una lancha fueraborda a buscarnos al barco y salimos por el pase hacia el exterior del atolón. Había muchísima corriente y por la expresión de sus caras y sus comentarios, quedó claro que no habían acertado demasiado bien con el momento adecuado de aguas tranquilas. Nos preguntó entonces el instructor si habíamos buceado en corrientes y dijimos que en Galápagos, en algunas de las inmersiones, pero enseguida veríamos que las corrientes a las que nos referíamos nada tenían que ver con lo que no íbamos a encontrar. Nos echamos al agua en una zona donde no había corriente y comenzamos a coger profundidad hasta los treinta y un metros. Una vez casi en el fondo, nos adentramos en la corriente y comenzó el tiovivo. El agua te arrastraba a una velocidad impresionante. No daba casi tiempo a ver nada. Daba la sensación –salvando las diferencias de velocidad, claro- que fueras en la ventanilla de un coche viendo que todo pasaba a toda prisa a tu lado. Los peces eran abundantísimos: ídolos moriscos por todas partes, cirujanos, loros, una morena enorme, un pez Picasso y un enorme pez Napoleón. Una preciosidad. Y por supuesto, vimos muchísimos tiburones grises. Decenas de ellos. Según los que habíamos leído en un libro, estos tiburones son los más habituales en los pases de los atolones, y al ser más poderosos que los tiburones puntas negras, apartan a estos a otras zonas. A nosotros nos pareció que los tiburones que vimos estaban algo nerviosos ya que no paraban de cambiar de dirección, y así nos lo confirmó el instructor después. Al parecer, estaban muy distraídos con el enorme banco de peces pequeños que también vimos por allí. A mitad buceo había como un hueco entre los corales donde nos refugiamos de la corriente para poder observar los peces con más calma, sin tanta velocidad, y allí vimos un pez de buen tamaño que se acercó a las rocas del fondo, se dio la vuelta y comenzó a rascarse el lomo contra el suelo incorporándose después. Muy gracioso. Al final, el aire se acabó y el buceo finalizó ya en el otro lado del canal, dentro del atolón. Qué maravilla. Nos encantó.

El martes 26 de agosto, mientras esperábamos que el sol subiera para tener una buena visibilidad para movernos hacia el este del atolón, Sandra se entretuvo preparando una tarta de crema de limón. Era el cumpleaños de Dani y cumplía 36 años. Salió con 32 de España y ya cumplía 36. El tiempo pasaba volando. Como no teníamos velas suficientes ni del número adecuado, doblamos unas que eran rectas e intentamos darles una forma parecida a un tres y un seis. No quedó demasiado bien pero al final, lo que importaba era celebrarlo.

La parte este del atolón estaba a diez millas y la travesía fue sencilla ya que el día estaba soleado y las cabezas de coral se veían perfectamente. Al acercarnos al lugar donde queríamos fondear, las cabezas se multiplicaron, pero llegamos a una zona que parecía una piscina de aguas azul aguamarina de sólo tres metros de profundidad y allí echamos el ancla. Cerca había bastantes cabezas de coral pero el ancla y toda la cadena estaban sobre arena lo que no estaba siendo fácil de conseguir en las Tuamotú.

Antes de comer, nos tiramos a ver los corales para ver si la quilla estaba muy cerca de ellos y comprobamos que, aunque no estaban lejos, ni nuestra quilla ni nuestra pala del timón se darían con ellos. Los corales eran preciosos, de varios tipos y colores, y daban cobijo y alimento a mucha vida animal. Vimos peces mariposas, cirujanos, loros, ballesta, soldado, varios tipos de doncellas (unas a rayas y otras azul eléctrico), algunos meros, una ostra y muchas tridacnas. Las tridacnas eran un bivalvo que puede llegar a tener grandes dimensiones. En España las habíamos visto en alguna iglesia o catedral como lugar donde se ponía el agua bendita y ahora las veíamos ahí, en el agua, de unos colores verdes, azules, rojos, morados, marrones… extraordinariamente llamativos. La mayoría tenían tamaños pequeños, hasta llegar más o menos a un palmo. Normalmente crecían en los agujeros de las rocas y luego ya formaban parte de la misma porque quedaban totalmente incrustadas al crecer. Debajo del barco, había merodearon durante todo el tiempo varias rémoras.

Tras comer y soplar las velas, pasamos toda la tarde en la bañera disfrutando del entorno. El fondeo era uno de los más bonitos que habíamos tenido. Sin duda, era un buen regalo de cumpleaños para Dani.

Al día siguiente desembarcamos en tierra. Allí había unas casas muy rudimentarias, seguramente de recolectores de copra, pero no se veía a nadie. Dimos un largo paseo hasta llegar a la parte del atolón donde acababa la tierra emergida con arena y palmeras y comenzaba la parte del anillo del atolón que era únicamente una barrera de arrecife semisumergido. Makemo tenía, a grandes rasgos, medio atolón emergido totalmente y medio atolón que sólo era un arrecife, con un par de islitas minúsculas a las que fuimos unos días después. Unas enormes olas se estampaban contra la pared arrecifal exterior, y eso que hacía un día estupendo. Durante el paseo, si metíamos los pies en el agua y nos distraíamos, a veces nos encontrábamos pegados a ellos a algún tiburón puntas negras de pequeño tamaño. Se acercan siempre a curiosear pero en cuanto haces un pequeño movimiento se asustan muchísimo y se alejan rápidamente, como cualquier otro pez. También vimos un lenguado y varias anémonas con forma de estrellas ente las rocas. La visión del agua, de las playas y los cocoteros era idílica. Era un lugar realmente bonito.

Esa tarde el tiempo se puso feo y cayó una buena tromba de agua. Recogimos casi quince litros de agua sin proponérnoslo demasiado. Antes del anochecer, nos pasaron a saludar un barco lleno de locales. Todos eran recolectores de copra y vivían allí unas pocas semanas al año, pero uno de ellos, el más parlanchín, vivía allí todo el año y nos invitó a ir a su casa cuando fuéramos a tierra. Nos dijo que éramos muy bienvenidos.

Volvimos a desembarcar a la mañana siguiente para pasear por otra zona de la larga isla. Sólo llegar a tierra, coincidimos precisamente con el señor parlanchín de la barca del día anterior, que venía en una canoa de una casa más al oeste. Tenía unos gestos muy afeminados y más tarde nos contó, cuando ya había algo más de confianza, que vivía allí todo el año porque ya no soportaba vivir en el pueblo, lleno de rumores y cotilleos, sufriendo un fuerte rechazo. Eso nos lo dijo muy apenado, con los ojos humedecidos. No entendíamos como una sociedad tan aparentemente tolerante como la Polinésica, que tiene en su cultura a los mahus, esos hombres educados como mujeres para que hagan tareas presuntamente femeninas y que estaban tan bien considerados socialmente, discriminaba por otra parte a los homosexuales. La justificación era, en teoría, que los mahus no eran homosexuales aunque a nuestros ojos ignorantes sí que lo parecían. De todas formas, a nosotros no nos entraba en la cabeza como se podía discriminar, o ni siquiera tratar diferente a alguien, por el mero hecho de ser homosexual. Aubert, que así se llamaba el señor, tenía 54 años y ya estaba jubilado. Al pobre se le notaba muy sólo y la gente que llegaba de los veleros era su válvula de escape. También se distraía cuando llegaban varias semanas los recolectores de coco a trabajar en su zona, que eran casi todos familiares y amigos suyos, como su hijo y su sobrino, ya que casi todo el largo motu era de él y de su familia. Llevaba ocho años viviendo allí y nos dijo que nunca había conocido a unos españoles. Nos ofreció beber alcohol de agua de coco fermentada que él mismo preparaba, pero rechazamos el ofrecimiento de la forma más educada que pudimos por ser, sobretodo, primera hora de la mañana. Más tarde, llegó su sobrino y un primo de éste de recolectar copra. Eran Tommy de 24 años y su primo Gilbert, un chico muy grandote que sólo tenía 18 años. Enseguida nos cogieron unos cocos verdes para beber y nos comenzaron a contar curiosidades de la zona, como que el negocio de perlas en Makemo ya no existía porque ya no era rentable por la competencia de las perlas chinas a bajo precio y que la recolección de la copra seguía siendo un buen medio de subsistencia aunque cada vez estaba peor pagado. Un saco estándar de 55 kilos lo pagaban a 2000 francos polinesios (16,76 euros) pero que ahora ya no pedían tanto en los almacenes y sólo querían sacos de 25 kilos. Nos comentaron que muy cerca del barco, había una piscina donde los tiburones ballena iban a parir. Nosotros sin embargo, lamentablemente, no vimos ninguno. También que había algunas tortugas en la zona y que las pescaban y se las comían. Eso nos pareció horrible porque no habíamos visto muchas tortugas en todo el tiempo en las Tuamotú y éstas, aunque variará según la especie y la zona, solían estar en peligro de extinción. Al parecer, a los jóvenes les encantaba pescar. A Gilbert, el chico más joven, una vez, llevando un pez que acababa de pescar en las manos, un tiburón puntas negras le pegó un mordisco en el brazo. Aún tenía las cicatrices. Había que tener, sin duda, cuidado con esos animales. Aubert nos invitó entonces a comer en su casa. Como había que pescar la comida del día, los jóvenes nos propusieron de ir a pescar con ellos. Nos subimos entonces en su pesada y gran barca de madera con un motor fueraborda de 25 caballos. Pasamos primero por el Piropo para coger los trastos de buceo y para coger un regalo para nuestro anfitrión, una botellita de ron, para que variara de su agua de coco fermentada. Más tarde, ya en la barca, fuimos buscando las patatas de coral. Cuando llegábamos a ellas, nos atábamos en los corales y nos tirábamos a bucear. Siempre estaban llenas de peces y vimos muchísimos meros de buen tamaño. Al parecer Makemo estaba totalmente libre de ciguatera y se podía pescar en cualquier parte y a cualquier animal. También nos dijeron que sólo tenían ciguatera en todas las Tuamotú los atolones de Hao y Mururoa, aunque de eso ya no nos fiamos tanto porque no habíamos leído lo mismo. Buceaban en apnea de forma espectacular, a veces en profundidades de hasta 20 metros y aguantando varios minutos. Bajaban al fondo, disparaban el arpón y les daban a los peces donde querían. En su primera pesca nos asustamos un poco. Íbamos detrás de ellos para ver cómo pescaban y qué pescaban, y cuando cogieron el primer mero, lo agarraron con las manos y regresaron a buen paso hacia la barca. Nosotros les seguimos, pero también lo hicieron varios tiburones puntas negras. Así pues, estábamos entre el pescado herido y los tiburones excitados. Nada pasó. En cuanto subieron el pescado a la barca los tiburones se relajaron. Sin embargo, los puntas negras, siempre estaban merodeando curiosos alrededor. Vimos también un tiburón puntas blancas de arrecife más lejos, pero estos se mostraban, normalmente, más indiferentes. El tiburón puntas negras también era muy inofensivo pero en entornos de pesca submarina sí que era potencialmente más peligroso y Gilbert podía atestiguarlo con sus cicatrices en el brazo. A los tiburones puntas negras los chicos les llamaban los tiburones malos y siempre los estaban asustando para que no estuvieran muy pegados mientras pescaban. Al final, la pesca fue muy abundante. Pescaron seis meros de buen tamaño y un ojos de vidrio igualmente grande.

Llegamos a la casa de Aubert y éste no la enseñó. Era muy sencilla, de madera, pero muy bonita. Utilizaba todo lo que encontraba en la playa para decorarla, como redes, boyas, conchas, corales, etc. Se notaba que tenía mucho gusto y se le veía muy orgulloso de ella. Nos enseñó su primera casa que tuvo allí y la actual que estaba al lado. La primera quedó totalmente destrozada cuando quedó sumergida por lo que llamaban una gran ola. No entendimos muy bien esto, no supimos si era una especie de tsunami, un ciclón o una marea extraordinaria pero, de todas formas, debió ser un fenómeno bastante desagradable. La gente de estas islas vivía sin duda al límite. Afortunadamente, tenían cada vez más recursos para la alimentación, la salud, la educación o para la supervivencia frente a los fenómenos climatológicos, como el refugio que vimos en Raroia. Ellos debían estar acostumbrados a esta vida pero a nosotros no nos parecía muy agradable vivir con esa incertidumbre.

La comida estuvo muy rica. Probamos el palmito que se extraía del corazón de los cocoteros y también comimos pescado frito con arroz. De bebida, agua de coco nosotros y alcohol de coco los demás. Y como sobró mucha comida, nos dieron para la cena un gran mero a la brasa. Era como, al parecer, le gustaba más a Aubert. Durante la comida nos contaron algo realmente curioso y es que en los atolones se tenía mucho interés en emparejarse con personas que fuesen de los otros atolones y no del mismo. Al final, la gente del mismo atolón era familia, aunque el atolón fuese relativamente grande como Makemo. Y en el caso de que se mezclaran gente del mismo atolón, tenían la cautela de hacerse pruebas médicas para evitar problemas con los futuros hijos. También, por curiosidad y sutilmente, preguntamos si estaban contentos con su pertenencia a Francia y nos sorprendió su efusividad afirmativa. De todas formas, no sabíamos si esa familia sería muy representativa porque tenían a varios familiares que eran miembros del ejército francés. Por lo que habíamos leído, la cosa estaba al cincuenta por ciento. Se hacía ya de noche y nos tuvimos que despedir porque aún teníamos que volver al barco y esa noche no había luna. Así pues, con mucha pena, nos despedimos de nuestros amabilísimos anfitriones y aún nos llevamos un regalo más. Aubert nos entregó dos botellas llenas de conchas que había ido recolectando en la playa.

Por la noche, cenamos el mero a la brasa. Nunca lo habíamos comido así. La madera de cocotero que se usaba daba un tono dulzón al que no estábamos acostumbrados. De todas formas, igualmente nos quedamos maravillados con la amabilidad, generosidad y simpatía de nuestros anfitriones.

Al día siguiente, con algo de pena porque aquel lugar era realmente bonito, partimos de nuestra piscina azul hacia un nuevo fondeo. Esta vez navegamos unas seis millas hasta unos motus que había en el sureste. El fondo era de arena y rocas en doce metros y era un poco incómodo con viento de norte porque se creaba algo de ola. En este nuevo fondeo estuvimos dos días que aprovechamos para pasear por el motu que teníamos enfrente y también para llegar caminando al otro motu que estaba un poco más alejado. El motu que teníamos más próximo era muy salvaje, lleno de fragatas, piqueros, golondrinas, garzas blancas y negras y pájaros de los que ya vimos en Raroia, de esos con un pico larguísimo y curvado que gritaban mucho. Por lo demás, la fauna marina era la habitual que estábamos viendo: tridacnas de vivos colores, tiburones puntas negras y muchas morenas. El motu que estaba un poco más alejado era todo lo contrario al salvaje, ya que estaba muy arreglado por no decir estropeado. Acogía a los pocos turistas que llegaban a Makemo y que después, se animaban a hacer una excursión a esos motus. Durante la estancia en este fondeo, para probarlos cazamos dos cangrejos de los que habitualmente veíamos en las Tuamotú en las rocas al lado del mar. Los hervimos para cenar y el resultado fue muy satisfactorio. No estaban tan ricos como una centolla o como una nécora gallega, pero aún así, estaban bastante buenos. A partir de entonces, los cogimos a menudo cuando nos apetecían, y es que eran realmente fáciles de capturar con un cazamariposas.

El 31 de agosto amaneció con un fuerte chubasco. Como después escampó y en aquellos motus ya no había ya mucho que ver, decidimos regresar al pueblo de Makemo. Al ancla le costó salir y esto sería algo frecuente en las Tuamotú. Como en general el fondo era una mezcla de arena y rocas, con la falta o cambios de viento, la cadena acababa trabándose con alguna roca y el trabajo de retener al barco al final no lo hacía el ancla sino la cadena en el punto trabado. No obstante, como el agua era muy clara, viendo por donde estaba enganchada, quitabas tensión a la cadena y dando una pequeña curva con el barco, conseguías desengancharla. Al menos, esa fue nuestra experiencia. De todas formas, por si acaso, llevábamos orinque -una boya atada al ancla-, por si había que sacar el ancla a mano o tirar de ella en otra dirección.

Navegamos hasta el pueblo con muy poca visibilidad porque al poco de partir, la lluvia, que parecía que había escampado cuando partimos, volvió a hacer acto de presencia al cabo de un rato. Sandra, que siempre iba en la proa vigilando la ausencia de arrecifes, tuvo que estar especialmente atenta por la falta de visibilidad.

Finalmente llegamos al pueblo y como la dirección del viento creaba algo de agitación en el fondeo, decidimos amarrarnos al muelle local que estaba totalmente vacío excepto el Dofour 31 de los franceses locales. Después de comer, viendo que el muelle, que estaba sobre pilares en ciertos tramos, no daba una total protección, decidimos separar al barco de las paredes echando un ancla por la aleta. En esas estábamos, regresando con el dingui hacia el barco recién echada el ancla cuando vimos que un gran mercante acababa de entrar por el canal de acceso del atolón y que se iba a amarrar en el muelle. No habíamos visto un barco en todo el tiempo que estábamos en Makemo y justo llegar nosotros, llegaba uno. Preguntamos a un local si molestábamos estando allí y nos dijo que no pero mejor si tirábamos al Piropo un poco para adelante. Así lo hicimos. El mercante, tras una maniobra fallida de aproximación –también ellos tenían sus dudas-, se amarró en el muelle poniéndose justo perpendicular a nosotros por detrás. El muelle era como un gran cuadrado que se unía a tierra por un brazo. Nosotros teníamos por delante el brazo, por el costado uno de los lados del muelle y por detrás, a escasos metros, el mercante que era tan grande y que sobrepasaba totalmente su lado del cuadrado. Estábamos pues totalmente encajonados.

La llegada del mercante transformó el tranquilo muelle en una continua agitación. Tal como el barco se amarró, empezaron a descargar mercancías con las grúas del barco, llevándolas luego de aquí para allí en un torito que también habían descargado. La gente local también iba llegando con sus pickups y hacían cola para recoger sus mercancías. Había de todo: neveras, comida, material de construcción, pero sobretodo, barriles de combustible. En Makemo, como en la mayoría de atolones, no había gasolineras y la gente compraba barriles enormes llenos de combustible y devolvía después el envase. Ver el trajín fue entretenido y sólo esperábamos que el mercante no trajera cucarachas o ratas. Por la noche, en el mercante encendieron un enorme fuego para cocinar en plena cubierta a pocos metros de nosotros. Esperábamos que no se escapara ninguna chispa. Y, afortunadamente para nosotros, apagaron uno de los motores que hacía más ruido y, afortunadamente, pasamos bastante buena noche.

Durante la madrugada, el mercante se fue y nos volvimos a quedar solos y tranquilos en el muelle. En el pueblo de Makemo, nos quedaríamos varios días, hasta el 4 de septiembre. Por estar en el muelle no había que pagar nada, por lo que no nos preocupó quedarnos más tiempo de lo previsto inicialmente. Era una novedad para nosotros el no tener que utilizar el auxiliar para llegar a tierra, aunque eso no era cierto del todo. Como nos habíamos separado del muelle por el movimiento que tenían las aguas, utilizamos el dingui para salvar los pocos metros que nos separaban de tierra. Al dingui le pusimos un largo cabo atado circularmente que sujetamos a su vez al barco y a una escalera del muelle y de esta forma, cuando desembarcábamos en tierra, podíamos desde allí llevar de vuelta a La Poderosa para que no estuviera dándose golpes con las paredes del muelle. Al estar amarrados en tierra, vivíamos un poco más la vida local. Se veía a la gente pasear por el muelle muy arreglados, a los niños bañándose, a los chicos jugando al fútbol en el campo cubierto de más allá… Además, también nos era más fácil pasear por el pueblo. Una de las noches en las que no hizo viento y el agua estaba totalmente quieta, vimos un curioso y agradable fenómeno visual con la luz de la luna. El agua, tan quieta, trasparente e iluminada, no era detectable por nuestros ojos y parecía que el Piropo estuviera flotando en el aire. Podía observarse con todo detalle el fondo así como los peces que nadaban sobre él. Era una visión única. Las aguas del lugar estaban tan limpias, que en el propio muelle nos tirábamos a bucear a veces para observar los pececillos de la zona.

Al cabo de los días, decidimos cambiar de fondeo para irnos hacia el oeste del atolón y hacia el canal llamado Tapuhiria, que era por donde teníamos previsto salir de Makemo. Sin embargo, la partida tuvo que posponerse porque esa misma madrugada, apareció otro barco de suministro que nos volvió a encajonar. Esta vez, nos dimos un pequeño susto mientras estaban amarrando el enorme mercante, porque mientras se colocaba, fue moviéndose para atrás poco a poco y vimos como su enorme y tenso esprín de popa, cada vez se acercaba más y más al Piropo. Estaba muy cerca y aún seguía avanzando. Soltamos corriendo una amarra nuestra para separar nuestra aleta del muelle pero el mercante aún seguía yéndose para atrás. Entonces, quisimos soltar más nuestra amarra pero ya no quedaba más de donde amollar y el mercante seguía con su acomodo. La empalmamos con otra amarra y seguimos soltando y al final, el mercante se paró dejándonos un poco mal colocados, pero al menos, separados de sus enormes y tensas amarras. Menudo susto y menuda frecuencia de barcos de suministros. Creíamos que venían cada mucho y en cuatro días que estamos en el muelle vinieron dos. Esta vez, la presencia del mercante se nos hizo más pesado porque el espectáculo ya lo habíamos visto y porque justo apareció cuando nos queríamos ir. Finalmente, el mercante se fue y al día siguiente, sin demora, nos fuimos del pueblo de Makemo.

El día estaba claro cuando partimos pero a medida que pasó el tiempo, el cielo se tapó y empezó a caer un diluvio. No se veía nada de nada. Tan poca visibilidad había que decidimos quedarnos a motor flotando en el mismo sitio. Como teníamos muy cerca una patata de coral, la usábamos de referencia para no movernos del lugar. Así estuvimos unos minutos hasta que la lluvia paró un poquito. Entonces, pudimos continuar, aunque muy atentos porque la visibilidad seguía siendo realmente muy mala. Finalmente, llegamos a lo que sería nuestro quinto fondeo en Makemo si contábamos el muelle del pueblo. El lugar tenía un largo arrecife sumergido que lo protegía del oleaje que creaban los vientos de este y sureste. Era, sin duda, un muy buen lugar para quedarse esos días ya que había una previsión de vientos fuertes de esa dirección. Las previsiones meteorológicas acertaban casi siempre con la dirección de los vientos pero no con su intensidad. Durante nuestra estancia en el pueblo de Makemo, por ejemplo, se preveía unos once nudos y estuvo soplando entre veinte y veinticinco. En el nuevo fondeo, en cambio, la previsión sí que acertó y el viento fuerte que predijo, hizo acto de presencia. Sin embargo, tan bien refugiados estábamos que no nos preocupamos en absoluto. En ese fondeo estuvimos ese día y cuatro más, disfrutando de la maravillosa playa desierta que teníamos enfrente. Un día, paseábamos por el arrecife mirando animalejos, otro día, íbamos a la playa a jugar a palas en la arena y a bañarnos y, el día que más viento hizo, Dani aprovechó para hacer windsurf. También esos días, en la escalerilla de popa, vimos pegados a dos diminutas agujas de mar. Son unos pececillos de la familia de los caballitos de mar y como ellos, son peces pequeños, alargados y envueltos en anillos de placas óseas. Las pequeñas agujas de mar eran muy graciosas, confiadas y vimos que podían cambiar de color. Leímos que, como los caballitos, la reproducción de estos animales era altamente inusual y que el macho tenía una bolsa incubadora en la que fertilizaba los huevos que allí depositaba la hembra. Qué animales tan extraordinarios. El último día en ese fondeo, descargamos otro parte meteorológico para organizar nuestra travesía a nuestro siguiente atolón y batimos un nuevo y “simpático” record. Esta vez costó 20 dólares.

Al día siguiente nos habíamos propuesto a navegar hasta las proximidades del pase Tapuhiria por donde pretendíamos salir del atolón pero al poco de iniciar la travesía, pese a que la previsión era de doce nudos, el viento sopló entre veinticuatro y veintiséis nudos mantenidos. Entonces, como no sabíamos si en el fondeo que teníamos previsto allí estaríamos bien resguardados, decidimos fondear al norte del atolón y reanudar nuestros planes al día siguiente.

El que sería el sexto fondeo en Makemo fue muy agradable y fondeamos en 10 metros sobre arena aunque, como casi en todos lados de Tuamotú, también había alguna roca. Paseamos por la costa y vimos desde fuera del agua muchos peces: tiburones, meros, ídolos moriscos, lenguados, loros, palometas grandes, morenas… Cazamos tres cangrejos para comer y encontramos, en la playa, la concha de una tridacna enorme que nos llevaríamos como recuerdo. Era espectacular.

El 10 de septiembre, con un viento más suave, nos fuimos para el pase Tapuhiria. Llegado a él y como era demasiado pronto para cruzarlo, fondeamos en las proximidades a la espera de la hora adecuada. El séptimo fondeo estaba enfrente de lo que en su día fue el pueblo de Makemo, aunque ahora estaba abandonado excepto ocasionalmente por los recolectores de copra. El lugar estaba más resguardado de lo que nos imaginamos inicialmente pero tenía un fondo de enormes cabezas de coral de varios metros poco cómodo. La verdad era que si la meteorología hubiera sido más favorable durante más días de los dos que preveía, nos hubiéramos quedado en el lugar porque parecía que había buceos muy interesantes, pero lamentablemente, había que aprovechar el buen tiempo.

Comimos en aquel agradable fondeo y a la hora adecuada, levantamos el ancla. Nuestra sorpresa fue que las aguas del pase no estaban mejor que antes para pasarlo. Es más, estaba incluso peor. Cuando ya creíamos que teníamos más o menos dominado lo de los pases nos encontrábamos con esto. ¿Y a qué se debería este cambio en la marea prevista? Sería el viento, sería la luna… No sabíamos, pero el caso era que lo de pasar por los canales tenía su miga. No obstante, intentamos salir y como la corriente que estaba entrando no estaba demasiado fuerte, lo conseguimos sin problemas.

En nuestra siguiente entrada os contaremos como nos fue por el totalmente deshabitado atolón de Tahanea, nuestro siguiente destino.

Como en nuestra anterior entrada, ponemos a continuación, por si resulta de interés a alguien, los waypoints aproximados de nuestros fondeos en Makemo aunque no todos eran recomendables:

 

-          Fondeo Makemo 1: Frente al pueblo   16 37,63 S   143 34,25 W

-          Fondeo Makemo 2:                                     16 39,35 S   143 23,56 W

-          Fondeo Makemo 3:                                     16 43,07 S   143 28,18 W

-          Fondeo Makemo 4: En el muelle            16 37,62 S   143 34,15 W

-          Fondeo Makemo 5:                                     16 31,10 S   143 49,30 W

-          Fondeo Makemo 6:                                     16 28,03 S   143 50,51 W

-          Fondeo Makemo 7:                                     16 27,10 S   143 58,02 W

 

¡Hasta la próxima!

 

 

 

2 comentarios a “ATOLÓN MAKEMO (ARCHIPIÉLAGO DE TUAMOTÚ). Del 20 de agosto al 10 de septiembre de 2014.”

  • Felicitaciones, gracias por compartir sus vivencias, de alguna manera viajamos con ustedes, mucha suerte!!!

  • Buenas pareja!!! Ya veo que os va todo genial…que envidia sana que me dais!!! La verdad es que tengo ganas de veros, si algún día volveis por aquí pegarme un toque que quiero veros perdios!!!!. Un besazo muy fuerte para los dos y disfrutad de vuestro sueño…

Publicar comentario