Sigue el viaje del velero Piropo, con sus tripulantes Dani y Sandra, en su pretendido deseo de dar la vuelta al mundo por los trópicos.

UA POU (ARCHIPIÉLAGO DE MARQUESAS). Del 2 al 8 de agosto de 2014.

Esperar un día tras observar el parte meteorológico nos fue bien porque, efectivamente, el viento se puso algo más de norte. De esta forma, la travesía de Nuku Hiva a Ua Pou fue realmente cómoda. El sol se echó en falta, eso sí, porque las nubes taparon el cielo casi continuamente e incluso llovió a ratos. El viento era variable, entre quince y veinte nudos, pero en un chubasco que nos pasó por encima, se incrementó hasta veinticinco. Finalmente, recorrimos las veintiséis millas que separaban las islas sin ningún problema y llegamos antes de comer a la Bahía de Hakahau, donde se encontraba la principal población de la isla.

Hakahau, en el noreste de Ua Pou, tenía un largo espigón que refugiaba de las olas a gran parte de la pequeña bahía. Habían fondeados cuando llegamos un velero y un catamarán y fondeamos entre ellos. Al poco rato, llegaría un velero y un catamarán más, aunque al día siguiente se marcharon todos, un detrás de otro, y nos quedamos solos.

Ua Pou tenía una orografía espectacular. En la parte más alta de la isla, doce torres basálticas, unas muy grandes y otras más pequeñas, daban la característica forma a la isla. Estas torres, puntiagudas y escarpadas, estaban casi siempre parcialmente cubiertas por las nubes aunque en alguna ocasión, cuando se despejaba completamente, podían verse la totalidad de las agujas. Por la zona alta de la isla la vegetación era muy verde aunque en zonas más bajas, quizá por la época en la que nos encontrábamos, la vegetación estaba más seca y se veía de un color amarillento. Mucha gente nos había comentado que para ellos Ua Pou era la mejor isla de todas Las Marquesas, la más bonita y espectacular, sin embargo, nosotros no tendríamos muy buen tiempo y el cielo nuboso e incluso lluvioso, estropeó algo la impresión que tuvimos de ella.

Al día siguiente de nuestra llegada, domingo, desembarcamos en el pequeño puerto, que aunque de pequeñas dimensiones, podía acoger al Taporo IX o al Aranui 3 cuando venían a la isla a traer mercancías. Paseamos por el pueblo y vimos lo que siempre solíamos ver en los pueblos de las Marquesas: los campos de fútbol al lado del mar, los edificios oficiales como la oficina de correos, el ayuntamiento, la enfermería y, si el pueblo era algo más importante, la gendarmería. Luego, no demasiado lejos, se encontraba la iglesia católica, bien grande. También siempre había un colegio de niños pequeños y en los municipios algo más grandes como era Hakahau, un instituto. El pueblo lo completaban las típicas casas bajas rodeadas de jardines que se iban adentrando valle adentro. Entre las casas se situaban lo pocos comercios existentes: pequeños almacenes de comestibles -en Hakahau vimos ocho aunque quizá habían más-, alguna ferretería y alguna tiendita de ropa. Los pueblos en Marquesas eran muy tranquilos y casi no se veía movimiento de gente. Las pocas personas que nos cruzábamos, fuese el día que fuese, saludaban sin excepción e incluso nos saludaba la gente que iba en los coches que casi siempre eran unos enormes y nuevos todoterrenos.

Tras pasear por el pueblo, subimos a la cruz que estaba instalada encima de un valle cercano. Desde allí las vistas de la bahía y del propio pueblo eran perfectas porque también se podían ver las altas agujas de basalto que el valle tenía en su espalda. Sin embargo, el día nublado estropeaba un poco la imagen. Desde la cruz, también teníamos bonitas vistas de la pequeña y próxima playa de Anahoa, situada en el valle de al lado de Hakahau.

Al día siguiente fuimos al pueblo a comprar las últimas provisiones. Como en nuestro paseo del día anterior no habíamos visto demasiados frutales salvajes, decidimos preguntar al dueño si podían encargarse toronjas. El amable señor nos dijo que por supuesto pero cuando nos comentó el precio, casi 1,35 euros el kilo -tres veces más de lo que habíamos visto en Nuku Hiva- decidimos descartarlo para buscar con más ahínco árboles salvajes.

Regresando al barco, oímos una bocina que sonó en todo el pueblo. Seguramente era la bocina de un mercante. El Piropo no estaba del todo mal fondeado pero no sabíamos si un mercante tendría suficiente espacio para maniobrar con lo pequeña que era la bahía. Corrimos por la calle hasta que llegamos frente al mar. Efectivamente, allí estaba el enorme Taporo IX, pero ya amarrado en el puerto, por lo que la bocina fue de aviso de llegada y no por nosotros. Menudo alivio.

Mientras comíamos, el viento sopló diferente y colocó al Piropo más en medio de la bahía. Estando así el barco, pensamos que seguramente sí dificultaríamos la salida al mercante por lo que decidimos quedarnos en el barco por si acaso. Las tareas de descarga del mercante iban bastante rápido y supusimos que no tardaría en marcharse. Esperamos casi toda la tarde y antes de oscurecer, el mercante comenzó a moverse para partir. Salimos fuera para estar atentos a la maniobra y vimos que una oficial del mercante estaba en la popa con una radio portátil dando indicaciones. No se le veía preocupada por nuestra presencia ni nos decían nada por la radio pero vimos que un marinero nos hacía gestos para que nos moviéramos un poco para atrás. Sin quitar el ancla, pusimos el motor y dejamos el barco como estaba esa mañana, con la popa más cerca de la costa. De esta forma, el mercante tenía algo más de espacio para la maniobra. Seguimos atentos a la radio y a los gestos que nos pudieran hacer, pero se les veía muy tranquilos. Ya debían estar acostumbrados y además, ese día sólo estábamos nosotros en la bahía, cuando en el momento álgido de la temporada la cantidad de veleros en el lugar debía ser mucho mayor. El Taporo IX, marcha atrás, avanzó muy despacio pegado a escasísimos metros al espigón. Nos bordeo de esta forma y en cuanto la proa tuvo margen suficiente para salir por la bocana, comenzó a navegar hacía delante y salió de la bahía dejándonos tranquilos por fin.

Al día siguiente, fuimos en busca de frutas. Lo que más encontramos en las afueras del pueblo fueron limoneros salvajes de los que cogimos un montón de limones (unos cinco kilos). Lo que no veíamos eran toronjas que nos gustaban mucho y duraban bastante tiempo sin estropearse. Sólo vimos en algún jardín y cerca del diminuto centro de salud. Allí había como seis árboles, uno al lado de otro, repletos de frutos. Preguntamos entonces a una señora de la limpieza si podían cogerse y ésta, muy amable, se fue y al poco rato vino con un utensilio especial para cogerlos, que era como un larguísimo cazamariposas pero con una red bastante pequeña pero muy sólida. Comenzó a cogernos frutos y mientras lo hacía, le íbamos contando que nos íbamos a Tuamotú y que como allí no había fruta, nos iban a venir muy bien. Al final la señora nos cogió veintiuno, que con los diez que ya teníamos, y el enorme tamaño que tenían casi todos, nos llenaban bastante el camarote de proa. Así pues, no sufriríamos de fruta durante una buena temporada.

Por la tarde, fuimos con once botellas vacías de cinco litros a llenarlas en las fuentes de agua potable que habíamos visto cerca del colegio. Teníamos todavía mucha agua pero queríamos salir hacia las Tuamotú totalmente llenos. Había otros grifos por el pueblo pero sólo en el colegio vimos un letrero que anunciaba claramente que allí el agua era potable.

Al día siguiente dejamos Hakahau y nos fuimos hacia la bahía de Hakahetau, en el oeste de la isla. La travesía hasta allí fue muy corta, de apenas cinco millas, y por el camino vimos la bonita bahía de Hakanai, donde los domingos la gente de Hakahau iba de picnic, y también vimos el pequeño aeropuerto de la isla que, curiosamente, estaba en pendiente.

En la bahía de Hakahetau, las vistas de las torres de basalto eran aún más impresionantes. La bahía era bastante movida pero nada que fuera insoportable ni mucho menos. No obstante, ese meneo dificultaba bastante el desembarco en tierra salvo por el resguardo que ofrecía un pequeño espigón. Esa tarde intentamos bajar a tierra dejando el dingui en allí, pero en dicho lugar estaba reunida una gran multitud niños y adolescentes del pueblo, que debían estar muy excitados porque desde que nos acercamos fue un no parar hasta que nos echaron de allí. Una vez ya amarrada La Poderosa al muelle, jugaban a tirarse cerca de ella y empapaban de agua el motor. Entendíamos que era su zona de juego habitual pero había espacio para todos y empapar de esa forma el motor no era algo que le fuera demasiado bien. Sandra les comentó si no podían tirarse algo alejados de la barca para no mojar el motor ya que si no se nos iba a estropear, pero no le hicieron mucho caso y siguieron haciendo lo que quisieron. Dos niños incluso jugaban a tirar escupitajos lo más cerca de la barca posible. Decidimos tener la fiesta en paz y regresar al barco. Mientras bajábamos por las escaleras al dingui, alguno de los niños dijo “américains” y “business”. Estaban como poseídos. Ya subidos en la barca, otros empezaron a lanzarse en bomba rozando la barca y nosotros quedamos empapados. Sandra les dijo que eran unos maleducados y entonces, un niñito pequeño, algo inconsciente, puso los ojos en blanco y empezó a decir “ñiñiñi”, como imitando a Sandra despectivamente. Fue la gota que colmó el vaso. Dani se cabreó mucho y le dijo que le iba a dar una torta, haciendo un gesto con la mano. Eso lo debieron entender todos y se calmaron un poco. Pero mientras nos alejábamos nos chillaban, suponemos que no cosas muy agradables. Llegando al barco nos lamentamos del incidente pero no lo habíamos provocado nosotros. Sin duda, los niños, demasiado excitados, se habían pasado bastante de la raya.

A la mañana siguiente, planeamos nuestra bajada a tierra bien temprano, sin niños maleducados en las proximidades. En el muelle sólo había esta vez unos pescadores que limpiaban y vendían pescado y que nos saludaron muy simpáticos. Compramos pan en una diminuta tienda y comenzamos después un paseo que nos llevó en primer lugar a la pequeña zona arqueológica del pueblo que contaba con varias estructuras de piedras en el suelo y algún tiki contemporáneo. El entorno era muy húmedo, con grandes árboles de mango, cocoteros y helechos. Luego, quisimos llegar a una conocida cascada y seguimos el camino que nos había llevado a la zona arqueológica y que continuaba más allá. En una curva del propio camino, a la derecha, seguimos un poco por intuición un sendero muy claro que de allí salía pese a que no había ninguna indicación. El sendero era estrecho y bordeaba muy de cerca el río. Estaba rodeado de mucha vegetación y al cabo de un rato caminando, nos topamos con la cascada. No era muy alta pero era realmente bonita. Nos dio alegría encontrarla porque no teníamos ninguna seguridad de que ese sendero era el correcto. En la poza Dani se zambulló hasta el pie de la cascada. Era muy agradable porque además, un fuerte olor de flores impregnaba todo el ambiente. Lo único malo eran los mosquitos que enseguida hicieron acto de presencia y no nos permitieron quedarnos allí mucho tiempo.

En treinta minutos caminando estuvimos de regreso en el pueblo donde dimos un largo paseo saludando a los pocos lugareños que encontrábamos. También vimos una fuente de agua potable relativamente cerca del muelle por lo que quizá, hubiera sido el mejor lugar para cargar el agua para Tuamotú.

Al día siguiente dejaríamos las Marquesas. Habíamos estado casi dos meses en estas hermosas y apartadas islas y sin duda, nos daba mucha pena irnos. Era uno de los sitios más hermosos que habíamos conocido en nuestro viaje. No obstante, también estábamos muy ilusionados porque en breve llegaríamos a las islas que más ganas teníamos de conocer cuando, unos años atrás, soñábamos con este viaje: el Archipiélago de Tuamotú. ¿Cómo serían los atolones?¿Serían tan bonitos como nos imaginábamos?¿Habrían tanta vida submarina? En breve lo sabríamos.

¡Hasta la próxima!

 

   

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