Sigue el viaje del velero Piropo, con sus tripulantes Dani y Sandra, en su pretendido deseo de dar la vuelta al mundo por los trópicos.

NUKU HIVA (ARCHIPIÉLAGO DE MARQUESAS). Del 15 de julio al 2 de agosto de 2014.

Muy poco fue el viento que tuvimos en nuestra travesía de Ua Huka a Nuku Hiva. Afortunadamente, el Piropo se movía con un soplido y poco a poco, totalmente de empopada, fuimos haciendo millas rumbo a la costa norte de Nuku Hiva. En ella existían varias bahías, aunque nosotros, poco dados a inventar, fuimos a la muy conocida entre los veleros Bahía de Anaho. Fue precisamente en esta bahía donde el escritor escocés Robert Louis Stevenson arribó en 1888 a bordo de la goleta Casco y quedó prendado de la polinesia y de los polinesios a los que llegó a definir como “la mejor obra de Dios o, al menos, la más dulce”.

El Piropo doblo el cabo Mutuarahi y comenzamos a adentrarnos en la bahía de Anaho que era muy profunda. La ola, que casi había desaparecido por completo tras bordear el cabo, aún fue disminuyendo más a medida que nos adentrábamos en la bahía. Por si fuera poco, el fondeadero aún tenía un recoveco a la derecha que eliminaba totalmente cualquier posibilidad de balanceo. Sin duda, íbamos a tener un fondeo muy placentero.

La costa norte de Nuku Hiva, a sotavento de los vientos predominantes, era seca y además, tenía altos acantilados de una tonalidad rojiza. La bahía de Anaho sin embargo era muy diferente. Sin duda, era uno de los fondeos más bellos de Las Marquesas. Un gran arrecife coralino bordeaba sumergido la costa, y detrás, estaban tres playas de arena blanca que casi formaban una sola y que ocupaban toda la bahía. Más allá de la blanca arena, existía una gran cantidad de cocoteros y algunas casas. A la bahía no se podía llegar en coche, sólo a pie o a caballo desde el pueblo de Hatiheu para lo cual había que superar un pequeño collado de trescientos metros. Este collado era una de las zonas más bajas que rodeaban la bahía, ya que en general, había imponentes y escarpadas montañas que llegaban alcanzar los mil metros de altura. Aunque la bahía era presuntamente muy popular entre los veleros, no había nadie más cuando llegamos. Al día siguiente no obstante, apareció un catamarán suizo ya conocido por nosotros.

La misma tarde de nuestra llegada a Anaho, Dani reparó el suelo de La Poderosa que se había pinchado no sabíamos por qué. El arreglo fue insuficiente porque al día siguiente, cuando íbamos a desembarcar e inflamos la barca, vimos que tenía un segundo pinchazo que no habíamos localizado el día anterior. Ese día no pudimos desembarcar ya que debíamos esperar a que el nuevo arreglo se secase. No obstante, no nos aburrimos porque en el barco siempre encontramos muchas distracciones: lectura, fotos, películas, arreglos, etc, o simplemente, sentarse en la bañera a contemplar el fantástico entorno que casi siempre teníamos.

El diecisiete de julio, con La Poderosa bien inflada y sin pinchazos, desembarcamos en la playa a través del canal señalado por unas boyas. Este canal permitía a las pequeñas embarcaciones llegar hasta la playa ya que atravesaba el arrecife coralino que bordeaba toda la costa de la bahía. Justo cuando estábamos llegando a la arena de la playa y con muy poca profundidad bajo la barca, vimos que en el fondo de arena habían dos rayas pastinacas de pequeño tamaño que inmediatamente, asustadas por nuestra presencia, salieron corriendo. Dejamos nuestra auxiliar en la playa y comenzamos nuestro paseo. Ese día queríamos llegar a Hatiheu, un pueblo que había cerca. Comenzamos a bordear la bahía observando las pocas y rudimentarias casas que allí había con sus cuidados jardines. Los habitantes del lugar se dedicaban principalmente a la recolección y secado de la copra –la pulpa del coco- y allí mismo vimos varios secaderos que impregnaban el ambiente de un fuerte olor a ese fruto. También vimos a varias personas que estaban extrayendo la pulpa del coco y nos asombramos de la extraordinaria velocidad con la que lo hacían. Primero, recogían los cocos del suelo y los amontonaban. Luego, con un hacha, partían el coco de un solo golpe a todas sus capas. Por último, con un cuchillo especial, sacaban con un solo gesto toda la pulpa del medio coco. ¡Qué facilidad! A nosotros nos costaba muchísimo más. Con lo obtenido, lo ponían en sacos y lo llevaban a los secaderos que tenían por allí y que como casi todos los que habíamos visto hasta la fecha, siempre tenían una pinta algo repugnante, por el fuerte olor, porque solían haber insectos o porque las gallinas salvajes que había por todos lados, se paseaban por encima para ver si podían comer algo. Tras bordear la bahía, el camino a Hatiheu, bien señalizado, se adentró hacía la colina y gradualmente ascendió hasta el collado. Allí, las vistas de la bahía eran muy bellas ya que el lugar estaba a trescientos metros de altura. A partir del collado, el camino descendió y se adentro en un valle con una vegetación más densa y húmeda. En poco más de una hora, llegamos a Hatiheu, un hermoso y tranquilo pueblo que como todos los que habíamos visto en Las Marquesas, estaba cuidadísimo por la gran cantidad de empleados de la limpieza que existía. La bahía de este pueblo era también fondeable, aunque ese día en ella sólo había un velero y se le notaba que tenía algo más de balanceo que el que teníamos nosotros en Anaho. También era algo más fea porque el agua y la costa eran más oscuras, pero por otro lado, una parte de esta bahía tenía unas extraordinarias montañas con unas agujas agrestes y puntiagudas, que hacían que se viese un bonito lugar. En una de esas agujas, había colocada una pequeña virgen de color blanco que era la imagen más característica de la bahía.

Paseamos un poco por el pequeño pueblo y preguntamos a un policía local que nos encontramos donde se encontraban los yacimientos arqueológicos. El joven policía, extraordinariamente amable, aparcó su profesión y casi se puso en el papel de guía turístico. En primer lugar pidió las llaves del pequeño museo local que también queríamos conocer y nos llevó allí. Mientras nosotros curioseábamos el interior, él permaneció fuera esperándonos, lo que no nos permitió recrearnos demasiado. Aún así, vimos bien el pequeño museo que contenía tikis, herramientas antiguas, fotos antiguas como la de la última reina y algún panel explicativo. Tras la corta visita, el policía nos llevó en su coche oficial, que se encendía con un destornillador, hasta los yacimientos arqueológicos. Antes de despedirse, nos indicó qué era lo más destacable para ver del yacimiento, nos recordó también que cuando volviéramos paseando al pueblo pasáramos por otro yacimiento y nos indicó por último que, por el camino, podíamos coger toda la fruta que quisiéramos. Un buen ejemplo de amabilidad marquesiana. Comenzamos entonces a pasear por lo que en su día fue un antiguo poblado. El lugar estaba especialmente restaurado y tenía reconstruida algunas viviendas de madera, con lo que se permitía a los visitantes poco instruidos como nosotros imaginar cómo vivían en la época. Habían varios tikis, aunque eran contemporáneos, y varios petroglifos que sí eran de la época. Estos tenían graciosas figuras de mahi-mahis (dorados), tortugas y personas. Lo que más nos impresionaba del lugar eran los gigantescos ficus que habían crecido sobre lo que en su época eran casas, plazas, templos o muros y que evidenciaban que aquellos restos eran realmente antiguos. También habían crecido en el lugar varios frutales como papayas, plátanos, cacao, limones, etc. De lo único de lo que no podíamos disfrutar porque no era la época era de los mangos. Era una pena porque había una gran cantidad de árboles de esta especie, aunque siempre con los abundantes frutos demasiado verdes.

Tras la visita al antiguo poblado, caminamos al otro yacimiento arqueológico. Antes de iniciar la visita comimos lo que llevábamos preparado desde el barco: pan casero y sardinitas de lata. Este lugar era menos impresionante que el primero y tenía algunos tikis, pero no sabíamos si eran contemporáneos o no.

Volviendo al pueblo cogimos algo de fruta: un racimo de plátanos, algunos limones, dos toronjas –llamadas localmente pamplemousse- y un guanábano -llamado localmente corossol-, una fruta verde con muchos pinchitos en su piel y que tenía un sabor muy parecido a la chirimoya pero algo más ácida. También habíamos chupado ese día las dulces pepitas de un cacao y, echando de menos el chocolate, nos preguntamos cómo podríamos hacer chocolate con un fruto de esos.

Regresamos a Hatiheu y paseamos observando la iglesia y el paseo al lado de la bahía con su cuidada vegetación y sus tikis contemporáneos decorativos. Observamos que había dos pequeños almacenes de comestibles y entramos a comprar varias cosas.

El regreso a Anaho fue algo más cansado que la ida porque esta vez, íbamos bien cargados de fruta y en especial, pesaba bastante el racimo de plátanos.

En la bahía la marea estaba baja y pudimos observar con claridad los arrecifes que estaban ahora algo más emergidos. En el agua, había muchos pececillos, una serpiente de mar muy pequeña y dos crías de tiburones puntas negras. Un señor local estaba estrujando contra unas rocas unos pulpos que acababa de pescar y supusimos que lo hacía para que perdieran dureza. Más allá, vimos cómo se divertían en la orilla unos niños que residían en el pequeño campamento vacacional para jóvenes. Algunos niños polinesios también se iban de colonias en sus vacaciones.

Al día siguiente, nos volvimos a ir de paseo. Esta vez, quisimos llegar a la desértica bahía de Hatuatua. Así pues, bordeamos toda la bahía contemplando las distintas playas que había y, en la última de ellas, nos adentramos en la vegetación siguiendo un sendero que llevaba, tras una corta caminata, a nuestro objetivo. La bahía era desértica en cuanto a las personas pero en cambio, estaba abarrotada de cangrejos. La arena estaba llena de estos animales y nos divertimos corriendo y viendo como en una marabunta, se iban todos al agua o se escondían semienterrados en la arena delatándoles sólo sus pequeños ojos alargados que aún asomaban. La bahía también estaba poblada de otros animales pero estos mucho más desagradables: los repulsivos nonos. Estos minúsculos mosquitos hicieron de la suyas en nuestros cuerpos ya que no los detectabas hasta que no había pasado un buen rato. Cuando lo hicimos, ya era demasiado tarde porque ya nos habían picado muchísimos. Así pues, poco nos quedamos en el lugar y regresamos con prontitud hacia Anaho. De camino, pasamos de nuevo por una especie de finca que habíamos visto a la ida. Había una enorme cantidad de verduras y legumbres en sus plantas sin recoger. Dolía a la vista ver la gran cantidad de tomates de varios tipos arrugados o en el suelo, las berenjenas que cubrían los suelos casi secas al sol, los limones abandonados, etc. Decidimos adentrarnos y preguntar al propietario si podía comprarse algo de aquello y lo encontramos más allá quemando rastrojos. El señor era realmente extraño, muy serio, casi no nos atendía y aunque sí que nos dijo que podía comprarse, además nos comentó, sin que nosotros le dijéramos nada, que sólo aceptaba dinero y no aceptaba nada a cambio. Al día siguiente, que era cuando nosotros queríamos ir con el dinero a comprarle, él no iba a estar con lo que finalmente la transacción no la pudimos hacer. Nos alejamos lamentando todos aquellos vegetales que se estaban perdiendo sin aprovecharse.

Regresando con La Poderosa al barco vimos que cerca del arrecife había un montón de enormes mantarrayas nadando apaciblemente. Corrimos al barco a por las gafas y las aletas de bucear y volvimos al arrecife para bucear con ellas. ¡Qué maravilla! Disfrutamos muchísimo sumergidos con esos animales enormes de varios metros pasando tranquilamente alrededor nuestro sin asustarse para nada. Sin duda y por ahora, fue una de las mejores experiencias de todo el viaje.

El domingo, veinte de julio, volvió a levantarse un día bastante ventoso para la travesía que teníamos que hacer bordeando la isla. Como el día anterior ya habíamos pospuesto la travesía por el mismo motivo, decidimos descargar por el teléfono satélite un parte meteorológico que nos aclarara las cosas. El parte nos costó, entre la lentitud y las desconexiones, 9 dólares, pero al menos supimos que el viento iba a quedarse aún unos días por lo que decidimos no esperar más e irnos para la Bahía du Controleur. La travesía, con el fuerte viento y por hacerla en el barlovento de la isla, fue algo incómoda pero llegamos por fin a nuestro destino. La Bahía du Controleur era una profunda bahía con vegetación por todos lados donde no había ningún velero más. Esta bahía, era de una rara belleza porque sus rocas eran negras y el agua muy oscura que contrastaba con el verde omnipresente de la vegetación. La Bahía du Controleur contenía en su interior otras tres bahías más pequeñas y nosotros, tras echar un vistazo a dos, fondeamos en la tercera, la del medio, sobre cinco metros de agua y un fondo muy bueno de arena. El lugar tenía su parte romántica porque fue precisamente en esta bahía donde Herman Melville, en 1842, desertó de un ballenero y en tierra, fue capturado por una tribu local. Pese a ser preso de los indígenas, le trataron con mucha amabilidad ya que le asignaron un sirviente e incluso una joven le entregó su amor. Al tiempo, sin embargo, escapó cuando una noche espió una ceremonia antropófaga que estaban celebrando sus amables anfitriones. Parece ser que, pese a presenciar esta ceremonia de tan raro gusto, cuando se estaba alejando de la isla, sintió nostalgia por aquel edén perdido y este sentimiento lo reflejó posteriormente en sus novelas siendo uno de los precursores del mito del Pacífico que aún existe en muchas personas.

Al día siguiente, desembarcamos en la rocosa playa y dejamos el auxiliar bien subido en la tierra atado a una palmera. Nos pusimos a caminar y enseguida llegamos al pequeño pueblo de Taipivai. Este pueblo, pese a su amenazante significado –taipi siginifica en el dialecto de las Marquesas el que gusta de carne humana aunque en toda la zona, antiguamente claro, esta costumbre estaba totalmente generalizada- era muy tranquilo con sus pequeñas casas bajas mezcladas en la vegetación y su gente, como siempre, muy simpática y sonriente. Tras dar una vuelta por el pueblo, caminamos unos veinte minutos más hasta el recinto sagrado de Paeke, donde llegamos atravesando un embarrado sendero poco indicado. El lugar, otro antiguo yacimiento arqueológico, era bastante pequeño para lo que habíamos visto hasta la fecha y estaba especialmente abandonado, ya que los arbustos crecían tan a su aire que casi ocultaban el lugar. Regresamos al pueblo donde compramos varias cosas de comer en uno de los dos pequeños almacenes locales. Pasamos también por una finca que nos habían comentado que vendían vegetales y compramos unos tomates y unas lechugas que podíamos cortar nosotros mismos de la tierra, aunque dejamos que lo hiciera la dueña de la finca tras seleccionar nosotros las más grandes. Costó unos 6 euros dos lechugas y dos kilos de tomates.

Al día siguiente, partimos de la refugiada y profunda Bahía du Controleur a la próxima Bahía de Taiohae, la capital de Las Marquesas. La travesía, de sólo ocho millas, no la hicimos totalmente solos porque nos acompañaron, durante un corto momento, unos delfines. En el Pacífico estaban siendo muy difíciles de ver y además de ser bastante oscuros, eran mucho menos juguetones y lamentablemente, enseguida desaparecían. La enorme bahía de Taiohae tenía unos quince veleros fondeados, muchos para lo que estábamos acostumbrados a ver últimamente pero, por lo que habíamos leído, poquísimos para los que solían haber durante el apogeo de la temporada de navegación. Fondeamos con un solo ancla porque apenas había movimiento ese día, pero pasadas las jornadas, hubiéramos preferido echar un segundo ancla por popa para aproar el barco a las olas y evitar el movimiento que era algo molesto.

En Taiohae nos quedamos desde el veintidós de julio hasta el treinta del mismo mes por la mañana. Como en la pequeña ciudad había casi de todo -desde un punto de vista marquesiano-, aprovechamos para preparar nuestra próxima estancia en el archipiélago de las Tuamotú, donde al parecer habría muy pocas cosas. Así pues, nos dedicamos a cargar bien el barco. Compramos veinte litros de gasoil –lo que habíamos gastado desde Galápagos- en la gasolinera local a un precio igual que el de España. La gasolinera estaba en el muelle donde se amarraban los grandes barcos cuando venían y llegamos hasta allí directamente con el auxiliar. También recargamos una botella de gas de 10 kilos en una tienda que había en el propio muelle donde se dejaban los dinguis y que se dedicaba a ofrecer servicios a yates. La tienda era bastante carera o al menos eso nos pareció, pero aprovechamos que nos cobraron 45 euros por 10 kilos de gas para usar el wifi que tenían disponible para los navegantes y que funcionaba muy bien y bastante rápido. Aprovechamos lo bien que iba para hablar con la familia por skype, contestar correos, poner nuestra página web un poco al día y obtener de nuestros próximos destinos, a través del programa GE2KAP que se conectaba con Google Earth, imágenes aéreas calibradas que servían para nuestro programa de navegación y que después nos iban muy bien para navegar. Agradecimos especialmente el lugar porque el día anterior habíamos ido a la Oficina de correos donde el servicio iba tan horrorosamente mal que no pudimos hacer nada de nada. Nos tocó también aprovisionarnos de verduras en el pequeño mercado que había justo al lado del muelle y, por supuesto, de muchas otras cosas en los dos almacenes de comestibles que habían cerca y que estaban relativamente bien surtidos. En ambos almacenes, sin ningún coste y si lo pedías, te llevaban de vuelta al muelle en coche cuando hacías la compra. Nosotros sólo utilizamos ese servicio cuando hicimos una compra relativamente grande. Descubrimos en esos almacenes unos entrecots de ternera uruguayos que, al estar subvencionados, estaban bastante baratos. Se vendían congelados en una pelota de un kilo y medio o más que había que cortar pero estaban muy blanditos y realmente ricos. Para cargar agua el tema estaba algo más difícil ya que el grifo que había en el muelle no era de agua potable. Así pues, había que ir a unos grifos determinados que estaban algo apartados por lo que tuvimos que contratar un taxi que nos cobró unos cinco euros por la operación. Respecto a la fruta, el mercado vendía, pero si caminabas por los alrededores, y nosotros solíamos caminar mucho, podías conseguir fácilmente toronjas, plátanos y limones directamente de árboles salvajes.

Pero no todo en Taiohae fue cargar provisiones. También nos dedicamos a hacer algo de turismo por la pequeña y desperdigada ciudad de casas bajas rodeadas de vegetación. Los locales parecía que, en la mayoría de los casos, aún arrastraban la antigua costumbre de vivir alejados del mar donde antiguamente, sólo podían llegar cosas malas. Así pues, todas las viviendas iban adentrándose hacia el interior. El lado de la costa se dejaba actualmente para los edificios más recientes que solían ser las instalaciones oficiales y los campos deportivos que, por cierto, había un montón. En esos campos todas las tardes se reunían los jóvenes locales y jugaban al fútbol, volley y baloncesto, o simplemente se reunían para charlar. Tanto si eran chicos como si eran chicas. Visitamos, además, la pequeña y muy hermosa catedral de Notre Dame, su apartada y muy reconstruida zona arqueológica denominada Kueva -donde se nos cruzó corriendo una cerda salvaje con su piara de ocho cerdillos detrás- y también caminamos a la cercana bahía de Colette.

Un día, en el muelle, nos fijamos que había una señal que decía que estaba prohibido dar de comer a los tiburones porque eran animales protegidos. Nos extrañó la señal, pero a los pocos días vimos el motivo. A primera hora, unos pescadores vendían pescado en el propio muelle y al limpiarlo, tiraban los restos al agua. Lo que se creaba allí era algo realmente aterrador. Unos diez tiburones grises de unos dos metros, se abalanzaban hacia los pedazos con una ferocidad sorprendente. El agua, con sangre por los restos de pescado, hervía con los rápidos y violentos movimientos de los tiburones.

El día treinta de julio navegamos hasta la próxima Bahía de Hakatea también conocida como Bahía de Daniel o Daniel’s Bay. Hasta allí sólo había cinco millas y llegamos en un momento. La entrada de la bahía era muy poco evidente hasta que no se estaba encima y las olas, aunque el día estaba tranquilísimo, reventaban contra las rocas en ambos lados de la entrada. Una vez dentro, la bahía tenía como dos bahías interiores y la de la derecha, donde fondeaban los veleros, era una preciosidad que rivalizaba en belleza con Anaho aunque mucho más pequeña. Por un lado, había montañas afiladas con acantilados y por otro, una playa muy bella de arena blanquísima con muchos cocoteros. Además, el agua no se movía nada, lo que era muy de agradecer tras el meneo sufrido en Taiohae.

Al día siguiente hicimos la excursión a la famosa Cascada de Waipo. Con trescientos cincuenta metros de altura, era la más alta de la Polinesia y la tercera más alta del mundo. Con esa presentación tan sugerente para nosotros, desembarcamos animados en la otra bahía que había en la ensenada y dejamos La Poderosa sobre tierra, atada a un cocotero. Esta bahía, era de arena y roca negra y más expuesta al oleaje. En ella había unas pocas casas con algunas familias que cultivaban sobretodo fruta. Era impresionante ver la gran cantidad de papayas, bananas, toronjas y limoneros que había. Vimos también una pequeña cabaña que tenía una hoguera y colgada sobre ella, había un gran trozo de carne que seguramente estaban ahumando. Nos hizo gracia ver que en aquel diminuto asentamiento poblado, con pocas casas y todas muy rudimentarias, habían instalado una cabina telefónica en medio de la vegetación. Un señor que daba algo de miedo porque tenía tatuado todo el cuerpo e incluso la cara, nos paró para hablar muy simpático y luego se nos puso a hablar su mujer que también resultó muy simpática. Caminamos después por el único sendero que atravesaba los frutales y las casas y nos adentramos en la vegetación. El sendero era en realidad un antiguo camino de los primitivos pobladores y podía observarse como grandes piedras iban bordeando el camino y a veces, incluso lo pavimentaban. Por todos lados había algún resto arqueológico, como la propia calzada de piedras amontonadas por las que pasabas o algún resto de muro en el que habían crecido los altos árboles. El camino atravesaba varios riachuelos en los que había que descalzarse y siempre estaba rodeado de una espesa vegetación a ambos lados del camino. Por el suelo había muchísimos helechos lo que evidenciaba la humedad del lugar. A unos tres cuartos del camino, vimos en la distancia la cascada. Era realmente alta y caía desde las escarpadas montañas, aunque quizá por la época en la que estábamos, muy entrados en la estación seca, el caudal de la cascada era bastante exiguo. Sin embargo, era una verdadera maravilla contemplarla. Seguimos camino entre árboles altísimos de gruesas raíces y nos adentramos en un cañón por el que pasaba un caudaloso río que se iba estrechando cada vez más. El sendero pasaba cerca de unos paredones y un cartel avisaba del peligro de continuas caídas de piedras, por lo que optamos por ponernos la mochila en la cabeza. Y enseguida llegamos al final de la caminata. La cascada caía allí, aunque ésta sólo podía apreciarse parcialmente por la forma de las altas paredes y el lugar donde llegaba a su fin en la poza estaba totalmente tapado por unas grandes rocas. La cascada, desde ese punto de vista, no era nada impresionante porque apenas se veía. La visión desde la distancia era mucho más bonita. Pero aún así, el entorno nos encantó, metidos en un cañón tan profundo y rodeados de naturaleza.

El regreso al pueblo fue más rápido. Sólo nos entretuvieron por el camino unas grandes mariposas que nos siguieron un buen rato y que no habíamos visto a la ida. Al final, no supimos bien el tiempo que empleamos en la caminata. Aproximadamente una hora y media cada trayecto. A la pequeña población llegamos sobre las doce de la mañana y allí, una señora local nos ofreció comer en su casa por 1000 CFP (8,38 €) cada uno. Sabíamos que esa era una forma de ganarse un sobresueldo la gente de allí y decidimos aceptar la invitación, sobretodo cuando nos dijo que había árbol del pan, ya que desde hacía tiempo teníamos ganas de probarlo. La comida fue riquísima y abundantísima: pescado crudo en salsa de coco y limón, ternera en coco, arroz, plátano frito rebozado y ensalada de papaya verde, huevo duro y unas hojas silvestres. Y por supuesto, árbol del pan de diversas formas: en puré, en salsa de coco y a la brasa. Nos encantó todo pero especialmente el árbol del pan que estaba muy rico. Nosotros lo habíamos intentado preparar algún día sin mucho éxito porque nos salía como un engrudo poco comestible. Hablando con la señora descubrimos nuestro error y era que el vegetal necesitaba más tiempo cocinándose, o unas dos horas al fuego o una hora hirviendo. También nos hizo gracia saber que la papaya verde se podía comer así, en ensalada. La anfitriona estuvo pendiente todo el tiempo de nosotros y cuando acabábamos algo nos volvía a echar de otra cosa. Cuando ya habíamos probado todo, nos volvió a echar de lo mismo otra vez hasta que, finalmente, ya no podíamos comer más. En una esquina de la habitación un anciano nos miraba sonriente todo el rato sentado en un sillón. Al fin y al cabo, estábamos en el comedor de su casa.

Al día siguiente nos quedamos en el barco tranquilamente y aprovechamos para hacer algunos arreglos. Uno de los fogones se apagaba todo el rato porque de la corrosión los agujeros se habían hecho demasiado grandes. Por su parte, la bomba eléctrica del circuito de agua dulce se había agrietado de la propia presión. Lo del fogón lo intentamos solucionar poniendo una abrazadera de acero inoxidable alrededor que redujera el tamaño de los agujeros, una chapucilla que al menos, permitía que funcionase aunque sin mucha precisión. La bomba eléctrica que se había agrietado, tras intentarla reparar sin éxito con fibra, la tuvimos que retirar y empalmamos el circuito de agua dulce con el de agua salada. Así, la bomba de pie, cerrando un conducto u otro, daba agua dulce o agua salada tras dejar fluir un poco el agua. Esta era otra chapucilla pero nos servía porque casi no usábamos agua dulce y si lo hacíamos, llenábamos varias de las botellas de agua de cinco litros que teníamos y listo. En cuanto pudiéramos, seguramente en Tahití, tendríamos que poner de nuevo las cosas en orden.

Al día siguiente, partiríamos para nuestra última isla de Las Marquesas: Ua Pou. Para algunos era la mejor isla de las del archipiélago. Ya veríamos si a nosotros nos gustaba tanto como nos había gustado Nuku Hiva. En la siguiente entrada os contaremos.

Un abrazo.

 

   
   

3 comentarios a “NUKU HIVA (ARCHIPIÉLAGO DE MARQUESAS). Del 15 de julio al 2 de agosto de 2014.”

  • Hola. Me alegra veros de nuevo, gracias. Un fuerte abrazo y cuidaros mucho.
     

  • Excelente relato! Este y todos los del blog. Mil gracias por llevarme virtualmente a estos paraísos que estáis visitando.
    Le entran ganas a uno de dejarlo todo e irse a vivir una existencia más sencilla y feliz en algún sitio de estos.
    Mi esposa y yo vamos tras vuestra estela pronto! Nos han convencido de comprar el velero, ponerlo a punto y salir a dar la vuelta a medio mundo! Gracias!

  • Pero Sandra! Estás guapisima! Jorge y yo te hemos visto muy favorecida en estas ultimas fotos, aparte de feliz, que eso siempre.
    Un beso enorme!
    Jorge y Blanca

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