Sigue el viaje del velero Piropo, con sus tripulantes Dani y Sandra, en su pretendido deseo de dar la vuelta al mundo por los trópicos.

ISLAS GALÁPAGOS III (ISLA ISABELA). Del 12 al 21 de mayo de 2014.

 

La travesía a nuestro nuevo destino, Isabela, distó mucho de la realizada a la isla que dejábamos atrás, Santa Cruz.

Como las millas a recorrer en esa travesía eran 51, y a una media de 5 nudos suponía emplear unas 10 horas en el trayecto, decidimos hacer la travesía de noche. De esta forma, teníamos más margen para llegar a nuestro destino con luz diurna. A las 00:30 horas nos levantamos y tras algunos preparativos, partimos. Salimos tan pronto para tener margen y si no había demasiado viento, no tener la presión de encender enseguida el motor. Pero excepto unas 2 horas y media en las que pudimos avanzar a vela, tuvimos que ir a motor porque el viento era inexistente.

A las 5 y media de la mañana, con las primeras luces del día, ya estábamos cerca de Isabela. Pudimos ver entonces los curiosos islotes cercanos llamados Cuatro Hermanos y más allá, también pudimos ver Isla Tortuga que parecía por su forma casi redonda, un antiguo cráter volcánico. Sobre las 9 de la mañana, la lluvia hizo acto de presencia y ya no paró. Llovió intensamente y lo peor fue que también apareció la niebla que no nos dejó ver demasiado. En el canal entre isla Tortuga e Isabela, sólo podíamos ver la primera isla y el resto, teníamos que dejarlo a la imaginación.

Para llegar al fondeo de Isabela, había que dar un amplio rodeo para esquivar los arrecifes que lo bordeaban y lo protegían a la vez y, aunque la aproximación no era demasiado complicada, la falta de visibilidad y las grandes olas, obligaron a que estuviéramos especialmente atentos. Entre los huecos que la niebla dejaba, sólo se veían en la distancia las lejanas e inquietantes rompientes. No obstante, dando el suficiente rodeo, llegamos perfectamente a las boyas roja y verde que indicaban la entrada a la zona de fondeo.

El lugar de fondeo no era muy amplio pero dada la escasez de veleros, había espacio de sobra. Era la ventaja de navegar algo retrasados dentro de la temporada. Observamos que existía una gran boya amarilla de fondeo libre y como sabíamos que esas boyas eran gratuitas y de libre disposición, nos amarramos a ella. De esta forma, estaríamos mucho más tranquilos ya que la boya parecía muy bien sujeta y bastante sobredimensionada para un velero. El fondeo en Isabela era el más virgen de los tres que se nos permitía visitar en Galápagos. Por un lado, podía verse la amplia bahía de Puerto Villamil -por donde nos acabábamos de aproximar- con el pueblo en su extremo, luego una zona de manglares con el embarcadero donde se amarraban las pequeñas barcas locales y el resto, estaba rodeado de arrecifes y pequeñas islas. Precisamente estas islas, conocidas como “Las Tintoreras”, eran una de las visitas típicas de las agencia turísticas locales y en ellas podía observarse tortugas, tiburones puntas blancas -llamados tintoreras en Galápagos- y, dependiendo de la época, también se podían observar pingüinos. No obstante, alguna pega tenía. Una olita lateral movía bastante a los veleros –nada comparable a lo de Santa Cruz- y el agua, estaba algo sucia de residuos naturales al menos cuando estuvimos nosotros.

Esa misma tarde, Dani desembarcó en el coqueto embarcadero para llevar los papeles a nuestro agente local que le esperaba allí tras quedar con él vía VHF. Así, Julio Cesar Santos que así se llamaba, podría tramitar nuestra estancia en Isabela. La verdad era que ya estábamos cansados de tantos papelitos aquí y allí y por supuesto, de tanto pago. Esta vez, fueron cinco dólares por el arribo y cinco dólares por persona por el uso del muelle. Este embarcadero era precioso ya que rodeado de manglares, estaba ocupado por bastantes lobos marinos. También podían observarse muchas iguanas marinas y lo más curioso- aunque Dani esa tarde no los vio aunque sí el resto de días- habían varios pingüinos. Unos preciosos animalillos que se movían en el agua con una facilidad y a una velocidad pasmosa. Viéndolos, te seguían sorprendiendo los mecanismos evolutivos de las especies. ¿Cómo un ave podía haber dejado de volar y nadaba ahora con tanta facilidad?

El corto trayecto en auxiliar entre la zona de fondeo y el embarcadero debía realizarse con algo de cuidado ya que había algún pequeño arrecife y un gran banco de arena. Cuando la marea estaba alta no había ningún problema pero en cambio, cuando la marea bajaba, se formaban pequeñas rompientes que te hacían surfear un rato si la ola te venía de popa. Si en cambio, la ola te venía de proa, debías estar atento para poner el peso muy adelantado cuando chocabas con ellas si no querías que se te volcara la barca en el peor de los casos. Sin embargo, si querías, podías evitarte todas estas incómodas situaciones dando un amplio rodeo por toda la bahía ya que por allí, no había problema alguno.

Esa primera noche fue algo movida porque la falta de viento hizo que nos chocáramos varias veces con la enorme boya a la que estábamos amarrados. Los golpes nos despertaron sobresaltados y aunque la boya era de plástico duro y no debía dañar el casco, decidimos hacer lo posible por evitar el contacto. Al principio, intentamos dejar mucho cabo pero el barco, empujado por las corrientes, volvía a acercarse a la boya y la golpeaba. Así pues, optamos por amarrarnos algo más en corto y forrar toda la proa con defensas y además, justo en la proa, pusimos un salvavidas de herradura muy blando que estaba en el barco desde que lo compramos y que hasta entonces no le habíamos encontrado utilidad. A partir de entonces, por fin, pudimos descansar sin ningún sobresalto.

El resto de días en Isabela lo pasamos como habitualmente hacíamos, intentando descubrir el lugar al máximo.

Isabela era la isla más grande de Galápagos pero sin embargo, era la menos poblada de las tres islas principales y la más virgen. Puerto Villamil, su único asentamiento poblado, era un coqueto y diminuto pueblo cuyas calles no estaban asfaltadas. El motivo de ello, al parecer, era una cuestión puramente estética y aunque a nosotros nos gustaba mucho, algunos lugareños no tenían la misma opinión ya que cuando llovía las calles se embarraban y cuando el sol brillaba, la polvareda de los coches pasando era bastante incómoda y al parecer, insalubre. Lo que no entendíamos era por qué no se planteaban otra alternativa, como era que los pocos coches que pasaban no lo hicieran por el centro. Sin duda, las zonas peatonales todavía no se veían con buenos ojos en el lugar.

Como en el resto de islas habitadas de Galápagos, en los restaurantes locales daban unos “almuerzos” con la típica sopa de primero, un segundo de carne o pescado acompañado de alguna guarnición y mucho arroz y un zumo natural para beber. En Isablea sin embargo, porque los productos eran algo más escasos, el precio mínimo del almuerzo era de cinco dólares lo que tampoco estaba mal.

Desde el embarcadero hasta el pueblo había un corto paseo de aproximadamente 20 minutos y aunque nosotros no los utilizamos, los taxis te cobraban un dólar por persona por hacer el trayecto.

Por las calles se veían muchas agencias turísticas y preguntamos en varias por las excursiones que nos interesaron. Como ya comentamos en anteriores entradas, en Galápagos era obligatorio visitar ciertos lugares con un naturalista y si no lo contratabas para ti sólo, lo que era bastante caro, debías acudir a una agencia y apuntarte con un grupo organizado. Todas ellas tenían unos precios muy similares con una ligera diferencia de 10 dólares. Normalmente, la que te cobraba el precio inferior era la que organizaba realmente la excursión y la que te cobraba algo más, era simplemente una agencia captadora de la primera. Los precios también variaban bastante dependiendo de la temporada y por los precios que habíamos oído previamente, debíamos estar en una mala época. Había menos turismo y los precios eran más elevados. Finalmente, seleccionamos las excursiones que haríamos y las agencia con las que lo haríamos: la excursión al volcán Sierra Negra y Volcán Chico (30 $ por persona) y la excursión a los Túneles (70 $ por persona). La excursión a las Tintoreras la descartamos porque con el auxiliar, ya pasábamos por delante de las pequeñas islas y ya podíamos ver desde allí a los graciosos pingüinos que en ellas habitaban. Respecto a las tortugas y los tiburones puntas blancas que también se podían ver allí, parecía ser que los podríamos ver en la excursión a los Túneles, en los que quizá también, con un poco de suerte, podríamos ver nuestro ansiado caballito de mar y alguna manta raya que tampoco habíamos visto dentro del agua.

En la excursión a Sierra negra y Volcán Chico, coincidimos con otra navegante, una señora suiza que navegaba con su marido y tres niños pequeños en un inmenso catamarán. La conocíamos de vista porque los niños eran muy graciosos, rubitos y muy pequeñitos y los veíamos correr por la amplia cubierta cuando estaban subidos en el barco. Uno tenía cinco años y los dos mellizos pequeños tres. Ese día sin embargo, la señora hacía la excursión sola porque la caminata era un poco larga para unos niños tan pequeños.

El camión de la agencia nos vino a recoger al embarcadero y cuando llegó, ya habían subido los otros viajeros, todos muy jóvenes. El trayecto en camión hasta la parte alta de la isla duró una media hora y en ese tiempo, el paisaje varió totalmente, de los cactus y las rocas volcánicas de abajo, a los bosques húmedos con grandes árboles y helechos de las tierras altas. También en esta parte alta pudimos observar algunas pequeñas fincas dedicadas a la agricultura. Tras el trayecto en camión empezó la caminata que no nos resultó nada dura pese a lo que nos habían comentado. Con una pendiente moderada al principio y algo embarrada, llegamos al cráter Volcán Sierra Negra que era impresionante porque medía… ¡12 kilómetros de diámetro! Era el segundo cráter más grande del mundo después de uno que había en Kenia y que al parecer, su forma no era tan clara como este debido a la erosión. El volcán aunque actualmente inactivo, era un cráter redondo enorme. Las paredes estaban llenas de vegetación y el fondo era de negra roca volcánica. Bordeamos un rato el volcán y luego descendimos por una zona de tierra yerma, con grietas, lenguas de lava secas, cráteres antiguos y todo impregnado de los típicos colores de las zonas volcánicas: negro, gris, marrón, amarillo y rojo. En esta parte de la excursión, la actividad volcánica era más apreciable porque se olía fuertes olores de azufre y en determinados agujeros que el naturalista nos enseñó, se sentía un calor que casi quemaba. Allí, en una zona muy alta en la que se podía contemplar gran parte de Isabela, la amplia Bahía Elisabeth y más allá, la isla Fernandina, comimos el tentempié que nos dio la agencia. Desde allí, ya deshicimos el camino pero aún pudimos ver una iguana terrestre con sus espectaculares colores dorados. El guía naturalista que nos acompañó resultó muy simpático y nos contó además muchas curiosidades locales, sus largos años vividos en Japón donde trabajaba construyendo barcos hasta que los astilleros locales quebraron por la competencia con Corea del Sur. Nos sonaba algo la historia si los comparábamos con los astilleros españoles.

La excursión a los Túneles, también nos gustó mucho. Esta excursión constaba de tres paradas a lo largo de la costa y para ir a ellos había que ir en una potente lancha que salía del embarcadero. Tras media hora a toda velocidad, llegamos a la primera parada, una bahía donde pudimos bucear guiados por el naturalista y contemplar los tiburones puntas blancas. Esta especie de tiburones mide hasta 1,75 metros y son de un color gris oscuro con un característico color blanco en la puntas de sus aletas. Estos tiburones son tímidos y no son considerados peligrosos si no se les provoca aunque al parecer, los adultos podían mostrar reacciones agitadas y agresivas en contextos de pesca con arpón.

En la misma zona de buceo vimos una enorme tortuga marina verde pero que era de un tamaño verdaderamente descomunal. Era sin duda la más grande que habíamos visto nunca. Esta especia llega a medir casi 1,60 metros, y ésta debía ser un ejemplar de esa misma talla. Muy tranquila, permanecía sumergida a pocos metros de la superficie y no parecía molestarse por los turistas que permanecíamos allí haciéndole fotos a pocos metros. La pobre ya debía estar bastante acostumbrada a nuestra presencia.

Tras la observación de los escualos y la tortuga, fuimos a la segunda parada, otra zona de buceo donde pudimos observar lo que más ilusión nos hacía de toda la excursión, un caballito de mar. A unos pocos metros de profundidad, inmóvil, estaba sujeto a una piedra. Era de un tamaño bastante considerable a lo que nos habíamos imaginado previamente y es que debía tener unos quince centímetros. Estaba tan inmóvil que nos pareció en un primer momento que estaba muerto pero si le acercabas un dedo a la cara el pobre giraba levemente la cara hacía el lado contrario y si se lo acercabas por el otro, giraba la cara para el otro lado. Era una criatura preciosa y muy, muy peculiar. Nos pusimos muy alegres al verlo porque la excursión la habíamos hecho principalmente por ver a ese curioso animalito y lógicamente, por ser un animal salvaje, no sabíamos con seguridad si podríamos verlo.

De todas formas, nuestro buceo acabó de golpe y bastante sobresaltados porque a Sandra, le picó en el brazo una carabela portuguesa del tipo physalia atriculus, más pequeña que la que solemos conocer pero igualmente urticante, aunque menos que la especie grande. Estábamos algo asustados porque habíamos leído cosas bastante horribles de las picaduras de estas medusas y sobretodo, porque Sandra, tras el cáncer, todavía no alcanzaba los niveles mínimos de defensas en el cuerpo y no sabíamos si eso podía perjudicar los efectos de la picadura. No obstante, la reacción del guía naturalista y el capitán de la barca nos tranquilizó porque al parecer, en la mayoría de los casos –si no tenía uno una sangre especial según nos dijeron- se quedaba todo en un fuerte dolor y punto. Así fue también en nuestro caso. Sandra sufrió un fuerte dolor y unos calambres al principio que fueron disminuyendo al cabo de unos minutos, quedándose en un leve dolor. Las marcas que le provocó el largo tentáculo, parecía una cicatriz hecha con una pequeña cadena al rojo vivo, se le agravó más al siguiente día siguiente pero también, a partir de entonces, fue desapareciendo gradualmente.

La siguiente parada de la excursión fue la zona de los túneles. Para llegar allí había que pasar con la barca entre unas enormes rompientes, esperando el momento oportuno y lanzándose a toda velocidad después. Nos impresionó mucho la maniobra aunque nos tranquilizamos pensando que no debía ser tan peligrosa con unos barcos tan potentes y además, debían tenerla bastante dominada ya que la excursión la hacían todos los días. Los Túneles eran unas formaciones geológicas muy curiosas ya que era como un laberinto de agua cuyas paredes, estaban en muchas ocasiones agujereadas creando curiosos puentes sobre el agua. La zona además, era rica en fauna y pudimos ver allí, desde muy cerca, los típicos piqueros patas azules. También nos impresionó mucho como manejaban la barca el capitán por unos laberintos que, en ocasiones, apenas tenían el ancho de la barca y en los que incluso había que maniobrar. Y todo eso lo hizo con muy buena maña, muy lentamente, dando pequeños golpes de motor, sin tocarse ni una sola vez y sin necesitar separar la barca de las paredes con las manos ni una sola vez.

De regreso al pueblo, rodeamos la Roca Unión que se encontraba en medio del mar golpeada por las grandes olas y en el trayecto, aún pudimos ver una manta raya enorme saltando en el aire. Sin duda, fue una excursión muy recomendable excepto por el guía naturalista que nos resultó algo desagradable. En primer lugar porque trataba muy mal a un tripulante que se encargaba de las amarras y que se le veía muy humilde y todo porque, según le oímos literalmente, el guía tenía estudios y sabía hablar inglés y el otro no. También nos cayó mal porque tras dirigirse a nosotros con la típica broma, bastante cansina por cierto, de “joder” -porque según la idea de los lugareños, los españoles lo decimos continuamente-, nos criticó el horrible acento del español de España porque se oían muchas jotas mientras que el de allí era, según él, muy musical. -Pues muy bien.- pensamos. El colmo de la simpatía fue cuando se despidió y dijo a todos:

-Ahora pueden despedirse dándonos la mano, con una sonrisa y una propina si les hemos parecido que hemos hecho bien nuestro trabajo o, si son unas turistas chupópteros del todo incluido, con sólo un hasta luego-. Le dimos la mano, le dijimos gracias con una media sonrisa y por supuesto, no le dimos nada de nada. Menudo personaje. Parecía amargado con su profesión y eso que los naturalistas, según nos comentaron, estaban muy bien considerados y no se morían de hambre ya que ganaban 120 dólares por excursión.

En nuestra estancia en Isabela también nos dedicamos a hacer las visitas típicas al entorno del pueblo. Visitamos el centro de crianza local que no tenía unas tortugas tan grandes como en San Cristobal y cuyo vigilante, muy espabilado él, intentó cobrarnos una entrada de 10 dólares por persona cuando sabíamos que la entrada era gratuita. Al final, nos dejó pasar sin pagar como haciéndonos un favor. ¡Menuda cara! El camino hasta allí era muy bonito por un sendero a través de un humedal, un bosquecillo, y una zona volcánica con tunas (cactus enormes) esparcidos. Más allá del centro de crianza, había otro pequeño humedal donde había una pequeña colonia de flamencos muy hermosos con sus picos curvados, sus largas y finas patas y su color rosa intenso.

Otro día, hicimos un largo paseo hasta el Muro de las Lágrimas. Este era un vestigio de una antigua colonia penal que existió en Isabela desde 1946 hasta 1959. De 100 metros de largo y 7 metros de alto y una anchura de varios metros, el muro era el resultado del castigo que se le daba a algunos presos. Parece ser que la prisión era extraordinariamente dura y finalmente la cerraron cuando los presos se amotinaron y se comprobaron las condiciones de vida que se tenían en ese lugar. Por el camino hasta el Muro de las Lágrimas, vimos el mirador del Cerro Orchilla que situado en la cima de dicho cerro, permitía la vista de casi todo el sur de Isabela. También vimos el Túnel del Estero, una formación volcánica, varios humedales como la Poza de las Diablas y la Poza Redonda y también vimos la pequeña Playa del Amor que no sabíamos por qué se llamaba así ya que no era nada romántica porque las olas batían allí con extraordinaria fuerza. También atravesamos una zona donde pudimos ver varias tortugas en libertad de buen tamaño. No fue una excursión larguísima pero al final, entre unas cosas y otras, nos pasamos cinco horas y media caminando.

Los días en Isabela también los dedicamos a preparar, como pudímos, nuestra siguiente y larguísima travesía hasta Marquesas. Aunque sin duda, descubrimos que Isabela no era el mejor lugar para aprovisionarse. Los supermercados estaban muchísimo mejor abastecidos en Santa Cruz, y en Isabela, además de haber pocas cosas, eran algo más caro que las otras islas. El último día, que compramos huevos, descubrimos una cucaracha en la caja. Afortunadamente, no se nos escapó y la matamos enseguida. Una más grande se quedó en La Poderosa sin enterarnos y cuando la íbamos a recoger, salió de su escondrijo y se dirigió al barco a través de un cabo. Dani lo agitó y la cucaracha salió despedida al mar, pero aún así, se dirigió nadando al barco. ¡Argggg! Entonces, cogimos el spray y cuando estuvo cerca, la rociamos sin compasión. Por fin dejó de moverse y se alejó con la corriente. Menos mal que siempre llevábamos pequeñas bolitas de veneno puesto por el barco porque ante un pequeño despiste, se te colaban dentro las hermosas criaturillas.

Respecto a las verduras frescas el tema aún estaba mucho peor en Isabela que con el resto de alimentos. No había nada de nada. Siempre nos decían que era porque el barco que aprovisionaba la isla había encallado en San Cristóbal y por eso estaban especialmente mal de provisiones. También nos comentaron que la mejor forma de comprar era esperar al día del mercado el sábado por la mañana donde pequeños agricultores locales vendían sus productos. Aunque eso sí, nos dijeron que las cosas se acababan enseguida y que había que llegar pronto.

-¿A qué hora es pronto?- preguntamos.

–A las cinco de la mañana.-

Casi nos da un síncope. Pero no quedó otra. El sábado, sobre las 4:15 nos levantamos, desayunamos, hicimos la travesía nocturna con el auxiliar entre los arrecifes con la suerte que a esa hora no estaba en marea baja, e hicimos el camino hasta el mercado donde llegamos a las cinco en punto. Sin embargo, el mercado resultó bastante pobre. Sólo había cuatro agricultores que bajaban de las tierras altas a vender sus productos. No había mucha cosa. Nosotros compramos: piñas (1 o 2 $ unidad según tamaño), limones (1$ unos 14), yucas (0,60 la libra), plátanos (1 racimo de unos 50 plátanos 4$), papaya (1,50 $ la unidad), judías finas (1$ la bolsa de 500 gramos). Sólo dejamos de comprar frijoles, maíz en mazorcas, albahaca y sandías tamaño gigante. Pero gigante de verdad. No había nada más, ni lechugas, ni tomates, ni coles, ni cebollas… en fin, era lo que había.

Como el tiempo estaba algo lluvioso y queríamos que una cierta ropa de abrigo quedara lo más seca posible para que no creara humedad, llevamos por primera vez en el viaje algo de ropa a la lavandería. Nos cobraron 1 dólar el medio kilo de ropa.

Respecto al agua, no existía agua potable en Isabela. Las casas únicamente contaban con agua salobre por lo que debía comprarse embotellada. Afortunadamente, el pueblo tenía una desalinizadora de agua muy pequeña que vendía botellas de 20 litros por 2 dólares, más 8 dólares de fianza por el envase que se devolvía más tarde. El dueño del pequeño supermercado que también parecía dueño de la desalinizadora, era un hombre muy trabajador, amable y solícito. En cuanto le preguntamos por cuánto nos cobraría un taxi por llevar las botellas hasta el embarcadero, se ofreció a llevárnosla porque por el precio del agua, parecía que se incluía el servicio a domicilio. Además, si querías, luego te las venían a recoger aunque preferimos devolverlas nosotros para no depender de horarios. Lo único malo era que las botellas eran enormes, sin asas y los tapones no estaban muy firmemente sujetos así que a Dani, ya en el barco, cuando estaba intentando cargar un depósito con una de las botellas, se le escurrió una de la mano justo cuando pasaba por encima de la puerta de entrada a la cabina con lo que la enorme botella cayó al interior y se reventó en el suelo. Afortunadamente no se mojó nada importante pero hubo que levantar los suelos y secarlo todo bien. Una lata y además de perdimos los 8 dólares de la fianza por esa botella.

Respecto al gasoil, la cosa nos pareció algo más complicada que el agua. El gasoil estaba subvencionado y no lo vendían en las gasolineras a los extranjeros según nos contaron. Si lo querías comprar debías hablar con tu agente, que te rellenara ciertos formularios y pagar por todo mucho, además de la pérdida de tiempo. Nosotros sólo necesitábamos tres bidones por lo que preguntamos a un taxista que vimos por la calle si nos podía llevar a comprar gasoil y él, muy raudo, nos contó el problema y se ofreció a vendernos gasoil. El hombre, debía haber escuchado la posibilidad del negocio pero no era muy hábil y tras hacernos quedar varias veces, sólo nos pudo vender dos bidones porque no consiguió más. Al final, le pagamos 2 dólares por galón y él se ganó 1 dólar por cada uno ya que el precio para ellos era de 1 dólar por galón. El precio oficial para extranjeros creemos que eran unos 4,5 dólares el galón por lo que además de ahorrarnos papeleos de los que ya estábamos un poco hartos y era el principal objetivo, nos salió la operación algo más económica.

El último día nos tocó ir a capitanía personalmente a obtener el zarpe internacional. Nuestro último papeleo en Galápagos nos costó 15 dólares. Por fin, los papeleos y la sangría que llevaba aparejada llegaba a su fin. Era lo único malo porque por lo demás, las islas y su gente, simpatiquísima en general, eran una maravilla.

Al día siguiente, nos adentraríamos por el Pacífico rumbo a las Marquesas. 2900 millas nos esperaban por delante. Dejaríamos atrás las Galápagos que sin duda, nos habían encantado y a posteriori, no nos arrepentimos para nada de haber hecho el autógrafo y haber tenido que desembolsar el dinero que nos costó. De esta forma, pudimos visitar las islas con toda la calma que quisimos. Sin duda era un archipiélago muy especial y aunque nos limitaron mucho los movimientos, los aceptábamos si servía para que no se estropearan las islas aún más. Esperábamos que esta limitación fuera para todos igual ya que al parecer no lo era ya que a ciertos megayates, se les daban ciertas concesiones.

A pesar de ser una zona protegida, las aguas próximas a Galápagos y del Pacífico en general, seguían siendo sometidas a una pesca indiscriminada con barcos industrializados. Además, seguía arrasándose con la pesca del tiburón del que únicamente se aprovechan las aletas, desechando totalmente el resto del animal. Galápagos era un lugar extraordinario pero debía haberlo sido mucho más anteriormente por lo que habíamos leído. Esperábamos que el deterioro de las islas no continuara adelante hecho que era difícil de evitar porque los locales cada vez eran más y los turistas, se multiplicaban exponencialmente. Se estaba pretendiendo un turismo de calidad que quedaba muy bonito en el papel pero al final lo que se conseguía era un turismo seleccionado simplemente por su nivel económico lo que no significaba un turismo más respetuoso aunque sí menos masivo. En fin, que esperamos de verdad que las islas no se deteriorasen más y si se podía, que se recuperara la situación que debía existir en el pasado.

Nosotros, al día siguiente empezaríamos nuestra travesía que debía llevarnos a la Polinesia Francesa y por tanto, a un nuevo continente: Oceanía.

Hasta pronto.

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